domingo, 27 de enero de 2013

Los hombres duros no bailan

Nueve días para recordar. Esa es la experiencia de Raúl Castro. Fueron los días más felices de su vida, que transcurrieron entre el domingo 26 de abril de 1953 hasta el 4 de mayo. Estaba en París. Desconozco los mecanismos que el partido comunista cubano habrá puesto en función para que este muchacho de apenas 23 años saliera del campo socialista a donde fue —en Bucarest— a una reunión preparatoria de un festival mundial de la juventud y lo depositaran en París. Me lo confesó él mismo antes de despedirnos en vísperas de un viaje mío a esa ciudad, en marzo de 1987, y al hacerme el encargo de un par de botellas de vino del que beben “el común de los franceses”. No se le podía pedir a la Embajada de Cuba porque enseguida intervenía la Seguridad del Estado y el todopoderoso servicio de Seguridad Personal. Dado que era un vino para el Segundo Secretario del Partido, había que someterlo a los más rigurosos análisis toxicológicos, antes de que este tocara sus labios. Dárselo a probar a los gatos del barrio para comprobar si no caían fulminados por un veneno de la CIA era una opción. Por eso yo debía adquirirlo —según sus propias instrucciones— como si fueran para mi consumo, y efectuar la operación de compra en el último día de mi estancia en Francia. Y entonces hizo un gesto de intensa amargura, de fastidio, de dolor, con la boca, y apretó los ojos no con dureza sino con una extraña melancolía y me dijo: “En París yo pasé los días más felices de mi vida”. Era algo que, evidentemente, no había logrado recuperar jamás. La felicidad. “¿Tú entiendes lo que te digo, profesor?”. Él me llamaba profesor. “Un vino común”. Volvió a la descripción del vino y de cómo montar lo que ya era, sin dudas, una operación clandestina de adquisición de dos botellas de vino regular francés. “Los años más felices de mi vida, profesor”. Vilma Espín, su mujer, sentada también en la mesa de mi casa, lo miraba con compasión genuina. Yo reprimí, con éxito, el impulso de abrazarlo y decirle que lo acompañaba en el mismo sufrimiento.

Este es pues el leve retrato de un momento de debilidad emocional de un hombre que va a aterrizar en Santiago de Chile para asumir la presidencia de algo que yo sé que él mira como una entelequia burguesa, pero que es esperado con todas las fanfarrias de la ocasión. Pero es necesario conocerlo en este talante, puesto que van a negociar con él. En fin, que París fue solo la tentación, o hasta quizá el único contacto de lo que hubiese podido ser una vida disipada, dedicada a la bohemia, que en términos cubanos hubiese sido seguir en las turbamultas de las peleas de gallo de uno de los hijo del clan de los Castro de Birán. Y que, en cambio, se vio obligado a ser un hombre de una austeridad blindada y limitar su vida a un reducido número de placeres de la carne.

Tampoco es la época de aspirar a una vida gloriosa. Ni qué decir que la invocación de Alejandro —vida corta pero gloriosa— sonaría como una burla, ahora que él y su hermano Fidel han pasado de los 80. Por otro lado, las visitas estatales de larga duración y los recibimientos apoteósicos que resultaban consustanciales a Fidel Castro parecen pertenecer ya a una memoria solo visible en gastados quinescopios de archivo. Menciono el asunto porque la comparación va a surgir de forma inevitable. Lo que ocurre es que Fidel reclamaba mucho tiempo de sus oyentes y de los grandes espacios colmados de público porque, en definitiva, él era un misionero. Imposible reproducir el eco de aquella visita de 24 días de Fidel a Chile en 1971 con esta de Raúl Castro al mismo país, tanto tiempo después, desde el abrazo de despedida al presidente Salvador Allende el 4 de diciembre y el despegue del Illshyn-62 de Fidel del aeropuerto en Santiago. Ni siquiera porque el actual presidente cubano, Raúl Castro, sea su hermano y, peor aún, que intente presentarse como heredero legítimo al mando de aquella fuerza telúrica que una vez conocimos como la Revolución Cubana, va a lograr un efecto semejante. Un igual entre 43 jefes de estado y de gobierno, de Europa y América Latina, que han confirmado su asistencia a la cumbre CELAC-UE (la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe y su vitoreada reunión de Chile con la Unión Europea.), y con un Raúl que se sentirá más que satisfecho si logra obtener un poco de la legitimidad a la que siempre aspira en sus negociaciones de gobierno. Fidel vino a Chile en 1971 a lograr el imposible de subvertir un país, de hecho subvertido, pero por sus propias necesidades y objetivos, y —asombroso— logró sacarlo de su cauce. Raúl viene a la tarea, mucho más suave, de cantar en un coro que ya está montado. Nada que subvertir. Sólo a mantener el estatus quo. Y donde al final, además, le van a dar la presidencia pro tempore (por un año) de la Comunidad.

Pero no crean que se va a sentir lastimado si no se da un baño de pueblo en sus dos días en Santiago. No es un tipo de multitudes, ni de hacerse acompañar del fervor de las masas. Recuerdo que un mediodía, mientras cruzábamos por las apacible Quinta Avenida de Miramar, en La Habana, a bordo de su minibús Mercedes (los autos de su escolta de movían a nuestra misma velocidad, que no pasaría de los 60 kilómetros, con el hocico pegado al minibús), Raúl escuchó por la radio que Cuba había tenido una votación adversa en el Comité de Derechos Humanos de Ginebra. Allí estábamos, con Raúl, su tropita habitual: aparte del conductor, el jefe de su escolta, y los invariables Carlos Aldana, jefe ideológico del Partido, Alcibíades Hidalgo, su jefe despacho en el Partido, y yo. Yo, que no tuve otra salida mejor que decir: “Bueno, pues ahora hay que tirar el pueblo a la calle”. “Profesor, profesor”, me dijo Raúl, en tono bastante conciliatorio. “No tires con tanta facilidad el pueblo para la calle. Tranquilo, profesor. Aprende a ahorrar cartuchos”.

La perspectiva de una reunión de la CELAC es inmejorable para ese desenvolvimiento que proyecta. La CELAC es una alternativa de la OEA, tan inocua como aquella, pero ajena a la organización y tutelaje de los americanos. A su vez, los vapores que emana son de presión atemperada si se le compara con la Alianza Bolivariana. En la CELAC se codean los gobernantes mexicanos, panameños, chilenos y colombianos con los regularmente chicos malos de la película, encabezados por los cubanos. Y ni asomo de gringos ni canadienses en la fiesta. Desde luego que la derecha latinoamericana parece preocuparse poco con la presencia de Raúl en Santiago. Una manada de abúlicos elefantitos que cortésmente comparten el agua de un mismo abrevadero. Trompa abajo y a beber.

Raúl, que es un hombre de ideas románticas, al menos el Raúl que yo conocí, tendrá que echar de menos el colorido de su visita a Santiago entre 18 y el 20 de agosto de 1959, hace 53 años, 5 meses y 10 días, a los pocos meses del triunfo de la Revolución, cuando su turbo-prop Britannia aterrizó en Santiago al unísono con una reunión de la OEA que tenía lugar en esta ciudad y a la que arribó con una escolta armada hasta los dientes —“apistolados” le llamó La Tercera, un término extrañísimo— y de los cuales, de los hombres de Raúl, la policía chilena cogió presos a tres. (Luego los desembarcos de armas serían por toneladas.) Raúl, de faena de campaña verde olivo, su boina negra, una larga cola de caballo que además abrochaba detrás del cráneo con una graciosa peineta, botas de infantería, y ese vozarrón ronco que ya se gastaba, se robó el show, por supuesto. Aunque desconozco si aquellos embajadores de la OEA habrán tenido la percepción de la llegada de los bárbaros y que el tiempo de la complacencia política había terminado en América Latina. Al menos por largos años.

¿Se dará cuenta ahora Raúl con sus intentos de estabilización del proceso cubano que una revolución —a menos que la traiciones— no es una secuencia de conciliábulos más o menos permitidos y sonrisas compasivas, sino un voto de fe con el absoluto? Y que, sin enemigos, no hay revolución que valga. ¿Fidel no le habrá enseñado esa lección, o Raúl no lo está oyendo?

Pero también, para arreglar los desastres de Fidel, tiene poco tiempo. En verdad, lo que Fidel le ha dejado en el país es un páramo. Quizá por ahí se pueda entender su apetencia de legitimidad. Gana tiempo. Y es natural en él la búsqueda de soluciones y arreglos fuera de las camisas de fuerza de la política.

Pero si hay alguien capacitado para resolver situaciones extremas en Cuba, es él. El 11 de marzo de 1958 en Piloto del Medio, Sierra Cristal, Raúl estableció las banderas del Segundo Frente Oriental “Frank País” (el nombre de un revolucionario caído en Santiago de Cuba). Fidel le encomendó organizar (según algunos, estaba loco por sacárselo de arriba) y le encargó esta misión en una región intramontana al norte de la Sierra Maestra. El jefe de la Revolución le entregó el mando de la columna 6, que contaba con 67 guerrilleros. Al cabo de unos meses, Raúl controlaba un territorio de 12 mil kilómetros cuadrados y puso a funcionar un modelo de estado autónomo en el que instauró los Comités de Campesinos Revolucionarios, congresos campesinos, servicios de mejoramiento de caminos, y que llegó a contar una fuerza aérea operacional, que cumplía misiones logísticas y llegó a disponer de unos rústicos bombarderos que dejaron caer sus cargas en un par de cuarteles batistianos. Eso sí, fue despiadado a la hora de fusilar, lo mismo soldados y oficiales enemigos que soldados de su tropa que cometieran faltas graves.

Al triunfo de la Revolución, en enero de 1959, después de algunos movimientos erráticos de Fidel en relación con su hermano, terminó por disolver el Ministerio de Defensa Nacional y crear el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (Minfar), al frente del cual nombró al entonces comandante Raúl Castro Ruz. Fue el ministro de Defensa más joven de la historia. Si hubo un rasgo de vanidad que le escuché más de una vez, es ese dato. Que había sido el ministro de Defensa más joven de la historia. Otra tarea homérica, sin duda. Y, si bien a costa del bolsillo de sus amigos del Ejército Rojo, armó y capacitó una fuerza que en su época calificaba como uno de los ejércitos más poderosos del mundo.

Su biografía revolucionaria es intensa, dramática. Donde quiere que busques a Fidel Castro desde el año 53, encuentras a Raúl Castro a su lado. No solo eso, sino que Fidel se ha apropiado ante los ojos del mundo de muchas de sus iniciativas y audacias de ese proceso, como fue la decisión de meter tropas regulares en Angola y fajarse con Sudáfrica. Raúl tiene una abundancia de logros y propósitos cumplidos. Pero en muchas ocasiones yo sé que él conoció con resignación los límites del poder a que se ve sometido un revolucionario. Allí, pegada a los bordes del Segundo Frente, y luego absorbida territorialmente por sus fronteras en expansión, estaba la finca de Birán, donde aprendió a jugar gallos y cerca de esos prostíbulos rurales donde él se podía presentar con todo derecho como un príncipe y ser servido a gusto, puesto que era el hijo del terrateniente y cacique local.

Raúl Castro es el hombre que probablemente ha hecho más sacrificios personales en toda la historia de la Revolución Cubana, aparte de los que han muerto. ¿De cuántas francachelas, risotadas y mujercitas se habrá inhibido esta criatura? Teniéndolo todo a su alcance, apenas pudo deleitarse con algunos frutos del paraíso, de todos las que pusieron a su alcance. Pero se enroló en una causa que de muchas formas le era ajena. Un ejemplo, muy poco común en Cuba, de abnegación y lealtad. Y máxime sabiendo uno —como un puñado selecto sabíamos en Cuba, al menos dentro del hardcore—, que muy pocas veces estuvo de acuerdo con la ejecutoria de su hermano. Sépanlo ustedes, augustos dignatarios y presidentes, a Raúl Castro le es indiferente hoy estar en Santiago de Chile. Ni siquiera le interesa pernoctar en La Habana. Ahorita avanzará hacia el podio de Espacio Riesco y soltará un discurso enlatado desde Cuba. Mírenlo atentamente. A los ojos. Verán que los cierra. El señor presidente de la República de Cuba tiene una copa de vino en la mano y enlazan con un brazo la cintura de una muchacha. París. ¿Será cierto que Hemingway dedicó sus últimos pensamientos a París?

Publicado en el diario La Tercera, en su cuerpo Reportajes, de Santiago de Chile, el sábado 26 de enero de 2013.

miércoles, 16 de enero de 2013

Extranjero en la nevera

Pocas cosas cambian.

Si se diera el caso de que Hugo Chávez Frías apareciera durante los próximos días, saltarín y sonriente, en un video que los medios oficiales cubanos y venezolanos distribuirían con soltura, en ese momento Fidel Castro habrá consumado su mayor triunfo político de las últimas décadas. Me lo estoy imaginando, quiero que sepan. Por lo pronto olvídense de Raúl y de los dirigentes venezolanos del segundo escalón y hasta de la Casa Blanca de Obama. Él es el que está de nuevo al mando, y —lo verdaderamente decisivo— a todos los adversarios los tiene acorralados. Ahora imagínense a ese Fidel Castro diciéndole a Chávez ante la puerta refrigerada de la sala reservada de cuidados intensivos: “Hugo, levántate y anda”. La oposición venezolana se creyó el cuento y ha ido ganando confianza. Vieron su oportunidad, donde no había más que el paso obligado de una emboscada. Que se preparen ahora, es decir, que se pongan a resguardo. Claro que desconocen uno de los principios básicos de la supervivencia en nuestro principado. Cuando él te suelta cordel, y más cordel, y rollos enteros de cordel, aguántense. Ya ni se toma ningún cuidado, ningún recato, para gobernar Venezuela desde La Habana. Y ni siquiera desde el Palacio de la Revolución, sino en faena deportiva desde un sillín de su casa.

El mesías ha regresado. De haber conocido la fórmula años antes, le hubiera ido de maravillas, y hasta no se le hubieran reventado las tripas. No hay nada mejor para gobernar —lo sabe ahora— que no ostentar ningún cargo, que no ocupar ninguna responsabilidad. Y puedes emplear toda la manito de hierro que quieras. Total, son tus alguaciles los que se embarran. Pero le costó trabajo entenderlo. Corrían historias en La Habana de lo triste que estaba. Sus reflexiones dejaron de publicarse y se decía que buscaba refugio en el llamado Polo Científico. Pero ha habido como un cambio de frecuencia. La forma en que se filtra de nuevo en las noticias ha sido virtualmente imperceptible. Ha ganado libras y se ve más llenito y tiene el estudio de su casa lleno de presidentes latinoamericanos. Qué Camp David ni ocho cuartos. Esa casa en el perímetro cercano del Centro de Investigaciones Médico Quirúrgicas (CIMEQ) está adquiriendo para América Latina la misma categoría del Moscú de los años 70, cuando el Kremlin era la capital política del mundo.

Pero… esa puerta acristalada, de la que surgen las nubes de condensación al contacto con la temperatura ambiente exterior, ¿es de una sala de cuidados intensivos o la morgue? Si es la segunda, caballeros, y lo que tenemos es que Hugo Chávez se murió hace días y que todos esos decretos y decretos leyes y nombramientos de vicepresidentes ejecutivos y cancilleres y mensajes al Congreso y saludos a las Fuerzas Armadas y al pueblo venezolano y, sobre todo, a los niños amados de la Patria han sido emitidos en verdad por el festín de los herederos, entonces sepan que estamos lidiando con un Fidel Castro que también ha aprendido a gobernar desde la muerte. Lo único que tiene que hacer es trasmitir los encargos más recientes del Comandante Presidente a través de los medios. Si acaso, como ejercicio para las cámaras de televisión, extraer del bolsillo un papelito doblado y hacer como si se leyera cualquiera que sea la reciente disposición de Gobierno, aquí la traigo, calentita como pan sacado del horno. Y ahora, para mayor intensidad del serial, le vienen a Fidel con la noticia de que los panameños con apoyo canadiense entran en la bronca a través de la OEA. Quieren, exigen, demandan, una investigación plena, absoluta, satisfactoria, de lo que ocurre en Caracas. Con las ganas que le tiene Fidel desde el golpe de Estado en Honduras. Pues me aguantan el video de Chávez. Vamos a darle unos días. Que resucite a mediados de la semana que viene. ¿Y los yanquis no han mordido todavía? Ummm. Aguántenme un poco. Aguanten. Y sigan dando cordel. Sigan. Que aquí se resucita cuando la Revolución lo determina.

Pero no hay que tomarlo a mal ni verlo como un desalmado. Los insultos están fuera de lugar. Realmente me asombra la manera en que sus enemigos y especialmente los cubanos terminan cualquier juicio sobre Fidel. Con los peores calificativos sobre su persona y, de más está decirlo, sobre su progenitora. Es una reacción inexplicable sobre un tipo por el solo hecho de ser tan eficiente en su trabajo. Entiendan. Por lo menos léanse El padrino, o vean la película. It´s business, nothing personal. Y aprendan a disfrutarlo. Porque el tipo, además, se está divirtiendo. Calculen que ahora lo que él saborea con mayor deleite —más que los objetivos políticos logrados en cuestión de semanas—, es el ridículo en que va a poner a medio mundo. Oh, Dios, cómo goza.

martes, 15 de enero de 2013

Trova

Lourdes Curbelo tuvo dueño.
Leí por ahí, en algún sitio oficial cubano, redactado con toda solemnidad, el reclamo de que no debíamos dejar pasar este año sin rendir el debido homenaje al 30 Aniversario del unicornio azul de Silvio Rodríguez. Este año, el 2012, de cualquier manera se ha ido. Pero, según mis archivos son 32 y no 30. He estado una semana desempolvando libretas, atados de notas, files, hojas sueltas, y por fin apareció. Sabía que estaba en algún lado. Que había una constancia escrita y no solo la del fluir de las imágenes en mi memoria, el Silvio de aquella noche que cruzaba la calle Infanta, guitarra y botella de ron en manos, acabado de bajarse de una guagua, que se dirigía hacia el inmenso portal del edificio de Radio Progreso donde Lourdes Curbelo y yo lo esperábamos. La botella desnuda, sin envolver en un cartucho ni nada que la escondiera, pero sin descorchar. Yo le estaba explicando a Lourdes Curbelo la clase de antro que era el cabaret visible justo en las acera de enfrente, que se llamaba Las Vegas, con su anuncio de letras del viejo oeste empotrado en la fachada y el cactus de cerámica acompañante y que había sido propiedad en algún momento de un revolucionario tan enloquecido como sediento de notoriedad llamado César Vega, cuyas principales acciones de guerra habían sido robarse el abrigo con el que Batista dio el golpe de Estado (al parecer se hallaba en unas vitrina de alguna institución castrense, expuesto para la veneración) y más tarde lanzar con su puñado de fieles una peregrina operación de desembarco en una especie de banco de arena de propiedad británica, bastante alejado de las costas de Cuba, la verdad, que ocasionalmente aparece en las cartas navales como Cayo Sal, donde plantó la bandera cubana sobre un terrón de arena y profirió desafiante gritos de abajo Batista. Después tuvo otros avatares, y hasta otras invasiones, como su intento de ocupar la República de Panamá, con el canal y los americanos incluidos en el paquete, pero eso ya me aleja de la descripción política de César Vega, propietario del cabaret sobre el cual yo instruía a Lourdes Curbelo mientras esperábamos a Silvio.

Seguimos. Las Vegas había sido después un escenario de los Tres tristes tigres de Guillermito (Cabrera Infante) debido a una cantante de boleros llamada Freddy cuyo nombre verdadero era Fredesvinda García Valdés, una mulatona que pesaba como 300 libras y con unos dedos como chorizos, esto último según los Tigres, la novela de Guillermito. Y, luego, lo mejor, cuando triunfa la Revolución y Las Vegas es invadida por el comandante Efigenio Amejeiras y su aterradora guerrilla conocida como los Maus —Maus de los Mau-Mau, la rebelión de los kikuyos de Kenia. La balacera que armaban allí cada noche parecía ser parte del menú. Se movían entre este lugar y una cafetería llamada Wakamba, a dos cuadras en paralelo, hacia el sur. De modo que, cuando hubo que cogerlos presos, se dice que a Raúl Castro (actual jefe del Ejército y Presidente de la República) le bastó con situar dos enormes camiones Zil de guerra y trasvasar a los clientes de ambos sitios a la oquedad militar de aquellos vehículos. Y de ahí para los campos de trabajo. Desarmados, por supuesto.

La educación de Lourdes Curbelo era algo que yo me tomaba muy en serio. Resulta fácil explicar que no existe placer comparable al de tomar a una cubana, veinteañera, rubia y de ojos azules y enseñarle las cositas de la vida. Esas niñas nacen para que uno las eduque. Ustedes me entienden, ¿verdad? Yo estaba, pues, en este capítulo de la universalización de la enseñanza de Lourdes Curbelo, cuando Silvio, sonriente y ligero de equipaje, apareció en medio de la calle Infanta, cabaret Las Vegas a su espalda y nosotros en el portal iluminado de Radio Progreso, que lo esperábamos. 14 de enero de 1981. Hacia las 8.15 PM. Tenemos los livianos yaquis del aún más liviano invierno cubano. Creo que los tres yaquis eran iguales. En todos los casos procedían del ejército o del sistema de becas nacional. Solo cambiaba el color, carmelitas los de becas, y verde olivo los del ejército, que en todo caso estos últimos se aconsejaban teñir para que no te cogieran preso. Ay, cojones, qué pobres pero qué felices éramos.

Apenas había carros en aquella otrora transitada Avenida de Infanta, por lo que Silvio no corría peligro alguno en acabar de cruzar la calle. Tampoco nadie reparaba en el trovador, el que —valga resaltarlo— en el día de hoy es objeto del presente merecido homenaje y del que se nos informa no dejar pasar el 30° aniversario de una de sus composiciones. Un tipo de su oficio y nombre no hubiese podido dar un paso sin que lo abordara una muchedumbre de encontrarse en cualquier otra latitud. Las muchedumbres, en aquella época nuestra, eran solo para Fidel, algo que todos comprendíamos, y la tarea de contenerlas sin ocasionar una masacre caía en el área de responsabilidades de Seguridad Personal. Los músicos famosos, incluso los ídolos de la era del rock (y ya Silvio lo era, cuidado), de vivir en Cuba, andaban en guagua, y tan campantes. Y además Silvio lo asumía ostensiblemente. Era él y su guitarra en un Leyland del servicio público. Y tan campante. Yo una vez vi a Bola de Nieve, el legendario Ignacio Villa, también en una guagua que iba por la calle Línea, rumbo a su actuación en una especie de piano bar que el Estado le había entregado casi en usufructo. Bola era un negro fornido y discretamente amanerado pero que nunca ocultó su homosexualidad y el que un día al desembarcar en el aeropuerto de Orly, con su elegante abrigo negro, sus borceguíes y su sombrero de Boston, guantes adentro, y bufanda roja al cuello, el agente de inmigración francés le preguntó, con toda cortesía: “¿Y contra quien va a pelear hoy, Monsieur?” Se había montado en aquellas guagua, bastante repleta, sábado por la noche, figúrense, cuando un vozarrón desde el fondo del vehículo exclamó: “Esta guagua esta buena, caballeros. Aquí está el Bola”. Y el ademán del chófer, tapando la alcancía para impedir que el Bola depositara la moneda de cinco centavos del importe de su pasaje: “En mi guagua, el compañero Bola no paga”. En el caso de Bola, imagínense a Liberace en el metro de Nueva York; en el caso de Silvio, a Bob Dylan. Son los equivalentes exactos.

En fin, que Silvio terminó de cruzar la calle, besitos a Lourdes Curbelo, estrechón de manos conmigo y expresión de felicidad de ambos por los muchos años que no nos complicábamos juntos en algo. Dos días antes, sábado 12 de enero, a la caída de la tarde, nos habíamos encontrado en la Plaza de la Catedral. Nos tomamos unos tragos en un restaurante que servía en unas mesitas que disponía en el portal y yo, que no tengo otros discurso musical que no sea el de alabar a Elvis, empecé a lamentar la muerte del King un par de años antes. Silvio aguantó la descarga con entereza y yo diría que hasta con compasión e incluso que se le humedecieron los ojos ante mi desconsuelo. Fue entonces que me sacó su muerto. Uno fresquecito. John Lennon. No cumplía ni un mes y cuatro días de asesinado. “Acabo de componerle una canción”, me dijo. “La voy a grabar el lunes. ¿Quieres ir?” Una canción que luego resultó ser El Unicornio Azul y que él había hecho en memoria de John Lennon. Bueno, en realidad la cosa había derivado hacia esta invitación. No es mucha la data. Pero suficiente para establecer el hecho con todo fundamento. Está en la última hoja de una libreta en cuarto. Son 77 palabras, de las cuales hay siete ajenas a mi puño y letra y unas 13 que resultan, hasta el momento, ilegibles o poco confiable su interpretación. De cualquier manera puede servir para que los historiadores de la música cubana establezcan el 14 de enero de 1981 como la primera vez que el trovador Silvio Rodríguez Domínguez grabó su composición. Ya estaba compuesta, no hay que ser un genio para colegirlo. Tú no puedes grabar una pieza que todavía no has compuesto. Esta claramente escrito en la libreta que era el 14 de enero. Aunque también cometí uno de los errores más comunes de enero: citar el año anterior. Lo demás —hasta donde he llegado en mi decodificación— son notas inconexas sobre algunas observaciones del mobiliario y una explicación que me dio el productor Albertico Fernández que también dirigía Nocturno, el programas más emblemático de la radio cubana “orientado” a la juventud, respecto a su escasez de material de grabación y lo que lograba “rapiñar” (sic) en lugares como el Pabellón Cuba. La primera nota es de Lourdes Curbelo. Jodedor internacional subrayado ya es lenguaje profesional norbertiano asimilado por Lourdes Curbelo de mi educación. Trataré de hacer memorias del porqué de su amenaza. Lo que sí doy plena fe ahora, es que Silvio terminó su descarga y la botella de ron —con mi ayuda eficiente— hacia la medianoche y que, por donde vinimos, nos fuimos. Los Ladas comenzaban a repartirse tímidamente, aún no para los artistas, y aunque ya habíamos pasado del susto del Mariel y la subsecuente emigración de más de 100.000 cubanos, éramos fieles a la Revolución, por lo que podíamos seguir montando en guagua durante muchos años más. (Todavía no lo sabíamos, mas algo se había fracturado definitivamente en la sociedad cubana). Entramos en la puerta del estudio una noche de lunes 14 de enero, una como esta, y a esta misma hora, 32 años atrás. Para despedirnos nos abrazamos, apretujados en nuestros yaquis teñidos. “Bárbaro el unicornio ése, Silvino”. Y cada uno por su lado. Bueno, aclaro, Silvio por el suyo y Lourdes Curbelo, conmigo, por el nuestro. La silueta de Silvio con su guitarra se perdió en la noche.
Coral Gables, 14 de enero del 2013.

La versión completa del texto se reserva para el libro en preparación Peligros de la memoria.