viernes, 22 de febrero de 2013

Gremlins en el olvido

Mayo 23 de 2001. Día en que vi la primera luz en el túnel del analfabetismo de la computación.
Archívese en una memoria o disco compacto. Esto ocurrió a las 4:32 de la tarde.
Doy fe: me siento como el primer día en que fui a clase en mi vida…
Fidel Castro Ruz

¿Computadora? ¿Disco duro? ¿De qué me hablan
gamberros? ¿Que los libros ya no se escriben con
lápiz sobre papel? Lo único que me falta es que
tampoco se requiera del tabaco y del bourbon. Puñeteros.
Las líneas anteriores aparecen en el sitio CUBADEBATE (21/02/13). Aparece en una de esas descargas empalagosas que la compañera Katiuska Blanco produce sin miramientos y de alguna manera convencida de que la línea de producción de alabanzas tiene reservas inagotables. Pero como se trata de establecer una nimiedad como un hecho histórico trascendente, y ya que estamos tan apegados al registro fiel de los hechos, debo recordarle algo a Fidel. Y atiende, Katiuskita, para que aprendas. Su primera clase de edición de textos en una computadora se la dio, nada más y nada menos, que un premio Nobel de literatura, el mentado Gabriel García Márquez. Esto ocurrió a las 6.30 PM (minutos más, minutos menos) del 1 de enero de 1987. Es decir, exactamente 14 años, 2 meses y 22 días antes de la fecha que invocan. Ambos. Los testigos fueron: Armando Hart, ministro de Cultura; Antonio Núñez Jiménez, fiel aide-de-camp de los primeros tiempos de la Revolución; Joel Max Marambio, empresario cubano-chileno con acceso VIP a la corte, y Norberto Fuentes, un servidor. Domingo Mainé, el jefe de la escolta, se quedó recostado al dintel de la puerta, dispuesto como siempre a ametrallarnos con su Stechkin APS (Avtomaticheskiy Pistolet Stetchkina) de 20 tiros al más mínimo movimiento sospechoso —el premio Nobel de literatura incluido, que en eso sí no había contemplaciones ni titubeos. La sesión pedagógica de Gabo comenzó porque hubo una conversación sobre computadoras y edición de textos en la sala de su casa, es decir, la residencia que le asignó el gobierno cubano en perpetuidad y que había pertenecido a Ramón Crusellas, el zar cubano de los dentífricos, jabones y detergentes. (Una angustia recurrente me asaltaba cada vez que me presentaba en esa casa: la de una marea de espuma rosada que me tragara vivo al abrirse la puerta.) Las computadoras. Tal el tema favorito de Gabo y mío por aquella época, en la que —según mi información— éramos los únicos dos escritores en posesión de tales artilugios en La Habana, él con una Apple, y yo con una PC. Y parece que estábamos cansando a Fidel con el asunto. Así que preguntó: “¿Qué es eso de las computadoras, chico? Ya tengo curiosidad”. Por lo que Gabo lo invitó rápidamente a ver su Apple Macintosh, que tenía en un oscuro despacho preparado en lo que quizá haya sido un amplio closet para los abrigos de los visitantes —¿abrigos en Cuba?— adjunto al recibidor, a la izquierda según se entraba en la casa. Hacia allá fuimos los hombres. Las mujeres se quedaron en los mullidos sofás de la sala, a saber, Mercedes Barcha, mujer de Gabo; Lupe Véliz, mujer de Núñez Jiménez, y Carmen Balcells, todopoderosa agente literaria de Gabo. Gabo prendió la Apple, que —desde luego— era de aquellos modelos iniciales con una pantalla parecida a una claraboya y le cedió a Fidel la única silla que había en el lugar y Fidel, con gesto expectante como si acabara de ocupar el sillín de una nave Soyuz antes del conteo regresivo, preguntó que qué se hacía a continuación. “Bueno, Fidel —dijo Gabo—, igualito que una máquina de escribir. Tú escribe en ese teclado y en vez de salirte en una hoja de papel, lo que escribas te sale en esta pantalla”. El cursor verde de la Apple blinqueaba, aterrador, amenazante, sobre el fondo negro de la galaxia cibernética, insondable y silenciosa, de la máquina de Gabo. Entonces Fidel sacó ese dedo índice que se gasta, terminado en unas uñas cortadas en punta, y con la delicadeza de una señorita acabada de hacerse la manicure, escribió por primera vez en la historia de la humanidad —humanidad que es él mismo, me refiero— en el teclado de una computadora. ¿Debo decir pulsó? ¿Qué pulsó cinco veces? ¿Sobre cinco teclas diferentes? Sus acompañantes, con la respiración contenida, esperábamos como en posición de atención a sus espaldas. Gabo, de pie, a su izquierda, hacía gala de una amorosa paciencia. Y la palabra apareció en pantalla. Un sustantivo. Un nombre propio. Pero que inició en minúsculas porque Gabo aún no le había explicado el arte de oprimir CAPS LOCK para levantar un carácter a su categoría de mayúscula. Fidel Alejandro Castro Ruz se quedó mirando, satisfecho, su primera obra en la esfera del universo digital. Y ya ustedes saben lo que escribió.

f i d e l _

Y ahí el cursor se quedó blinqueando después de la ele durante todo el rato de la contemplación, Vino, en consecuencia, la pregunta. “¿Y ahora que pasa, Grabriel?” Y la respuesta también lógica pero en tono extrañamente paternal de Gabo hacia Fidel, no pedagógico, no de amigos, sino paternal. “Ahora, Fidel, eso tú lo mandas para el impresor y así lo garantizas en papel. O lo guardas en la memoria y después regresas y trabajas el texto”. Uno no entendía qué otra cosa había que agregarle a aquel texto. Bueno, sí, ponerle la cabrona mayúscula. Satisfecha la curiosidad del comandante, regresamos a la sala y seguimos enfrascados en temas de mayor importancia para el desarrollo de la revolución mundial. Pero no dejamos registro para la historia de aquella primera incursión cibernética de Fidel. Me refiero a que no conservamos copia dura. Y me perdonas, Kastiuska. Y usted, Comandante. Un poco ridículo eso, Fidel, de “archívese en una memoria…” Es como si de verdad considerara que usted debe moverse con un team de escribas —o notarios, póngase por caso— a su alrededor, que levantan acuciosas actas de cuanta cosa se le ocurra en su existencia. Porque a fuerza de ser justos, compañeros, ¡miren que uno quema tiempo de su vida en boberías!

De este episodio hay más, desde luego. Pero han de esperar hasta Peligros de la memoria.