martes, 19 de enero de 2016

La desgracia de no ser
Raymond Chandler


Parecen cubanos. ¿Habrá penetrado tanto y extendido de tal manera en este país una de las peores manifestaciones de nuestra personalidad —la envidia— que no va a quedar ningún medio periodístico importante de la tan (bien) reputada prensa americana que no la coja con Sean Penn y su extraordinario éxito con la entrevista a Joaquín El Chapo Guzmán? Qué rápido se olvidan aquí, cuando les conviene, de la entrevista de Herbert Matthews a Fidel Castro en su escondrijo de la Sierra Maestra, en aquella finca de Epifanio Díaz donde Fidel lo embutió bajo el techo de un viejo gallinero y le agasajó con viandas y arroz y frijoles servidos en una cacharra de aluminio, y café en jícara y un tabaco recién torcido mientras le hacía pasar bajo la mortecina luz del último sol de la tarde a los poderosas columnas bajo su mando que se aprestaban a tumbar a Batista y que no era más que el puñadito de unos veinte hombres supervivientes del desembarco del Granma. Daban la vuelta por atrás del gallinero para cambiarse los sombreros y las armas y volver a desfilar frente al comandante y el insigne invitado a su lado, nuestros famélicos y desaseados guerrilleros fidelistas dándoselas de elefantes de Aníbal en los Alpes, o igual de mañosos. Y a fe mía que entonces Matthews era tan ilegal (en su conducta de aproche al jefe insurrecto) como Fidel fugitivo. Pero citemos otro caso mucho más relevante, al menos entrañable: el de una entrevista silenciada durante años. Vean lo que el 21 de marzo de 1959 Raymond Chandler le escribe a Lucky Luciano en su exilio de Nápoles. Es un fragmento:

Caro Signor Lucania

Soy un escritor norteamericano, no un periodista, no relacionado con ningún diario. Estaré dentro de poco en Nápoles y le agradecería mucho el favor de una entrevista con usted, y el objetivo de esta entrevista sería únicamente el intento de un hombre de comprender a otro, y de ningún modo y bajo ninguna circunstancia difamarlo.

Supongo que los dos somos pecadores a los ojos del Señor, y es muy posible que usted no haya sido presentado al público de mi país como realmente es. Sé que lo que decide no es lo que un hombre hace, sino lo que se expone ante los tribunales.

Yo mismo corro cierto peligro en esto porque una entrevista simpática con usted podría causarme problemas, pero estoy dispuesto a correr este riesgo porque el objeto de mi vida es comprender a la gente… y no juzgarlos.

Algunas de mis preguntas pueden ser algo bruscas, pero si usted prefiere no contestarlas, no quedará registro de que fueron hechas. Yo no publicaré nada que usted no diga, pero por supuesto no puedo hacerme responsable por los comentarios editoriales.


Cualquier fan de Chandler que juegue en mi liga, sabe que la entrevista encargada por el Sunday Times de Londres, no se publicó hasta muchos años después, pero no en el dominical sino en una de las colecciones del propio Chandler. Según Helga Greene, la amiga del escritor, que estuvo presente meses después en le entrevista de Nápoles, “ambos hombres habían estado extremadamente ebrios al final”. Y terminó con Chandler poniéndole un apodo al apodo. “Mi amigo Luco” —así tituló su trabajo. (¡Menos mal que el título de Rolling Stone para la entrevista de Penn —“El Chapo Speaks”— fue más contenido que Mi amigo El Chapo.) De cualquier manera, ahora, resulta que los periodistas gringos, en masa, se lanzan al ataque contra Penn. ¿Dónde nacieron y se criaron estas niñas, porque son niñas, señoritas, como calificábamos en nuestra buena época a los pusilánimes? Es así como los detractores de Penn y de —oh preciosa princesa mía de las telenovelas— Kate del Castillo asumen la clásica actitud de quemar el sofá o la más sanguinaria aún de querer cortarle la cabeza al mensajero. Esa pretensión que anida en el alma de todo reportero leal: alzarse con una primicia, se convierte en anatema para los que no lo logran. Claro, en el caso de los detractores gringos, nunca lo lograrán si no despegan el culo de las mullidas sillas giratorias de la redacción y abandonan los sistemas de aire acondicionado central por los asfixiantes vapores de la selva. Pero no, nada de eso. La catadura criminal del sujeto (el entrevistado) obliga a que no se le entreviste. ¡El periodismo que nos están proponiendo desde los sacrosantos outlets de la prensa americana! Nada de riesgos, nada de aventuras, y sobre todo mucho cuidado con quien hace la entrevista. Que no haya ni un grumo de sangre en el entresijo de sus uñas con la piel, ahí, en esos estrechos recovecos donde anidan los churrecillos que recogemos de la vida cotidiana. El argumento principal esgrimidos por estos dómines del oficio es que Rolling Stone le concedió al Chapo la prerrogativa (que él no utilizó) de revisar la entrevista, como si esta no fuera una práctica más que común y a la que todos en algún momento tenemos que atenernos, puesto que una entrevista de esta naturaleza es siempre el resultado de compromisos, a menos que te traigan al entrevistado amarrado por las patas y colgando de cabeza como un novillo que van a castrar y tú además le suenes un par de bofetones (al entrevistado, no al novillo), y le digas: “Vamos, maricón, a responder.”. Relean bien la carta con que Chandler corteja a Luciano para que este lo reciba: “Algunas de mis preguntas pueden ser algo bruscas, pero si usted prefiere no contestarlas, no quedará registro de que fueron hechas.” O, peor aún, y en otros contextos perro muy respetables por cierto, esta curiosa explicación de los editores de The Paris Review, sobre el método empleado para su paradigmática colección de entrevistas con escritores:

… las entrevistas se desarrollaban en dos o tres sesiones, al cabo de las cuales los redactores mecanografiaban el material, lo reducían a la extensión deseada, lo organizaban en orden lógico y se lo enviaban al entrevistado para su aprobación.

¿Oyeron bien? ¡Se lo enviaban al entrevistado para su aprobación! Debemos entender, sin embargo, que en este caso se trataba de apacibles escritores recostados en un sofá de su atelier mientras chupaban una pipa o sorbían un Martini y no de un zar de la droga y su rastro de sangre. De eso también han hablado algunos defensores de la sufrida raza de los reporteros mexicanos que tienen que jugarse el pellejo en las zonas de operaciones contra los carteles y que no gozan del privilegio de que El Chapo los invite a su guardia como hizo con Kate del Castillo y con Sean Penn. Aunque el argumento es un poco lastimero. Creo que se está pretendiendo que el fugitivo de la justicia más buscado del mundo se dedique a convocar conferencias de prensa en su santuario secreto de la montaña. ¿Y ustedes que se traen, colegas, qué son, corresponsales de guerra o párvulos de una guardería que salen de excursión? Aparte de que se perdería todo el encanto del testimonio logrado por el tándem Del Castillo/Penn. Esa entrevista probablemente grabada con un dispositivo BBM, y donde todo es rústico, desnudo, crudo, desde la locación y su entorno, y el tocón donde se ha sentado El Chapo, y el mismo Chapo y su lenguaje, y ese lugarteniente, fusil automático al hombro —¿un AR-15 o un Kalashnikov?—, que está organizando la carga en la cama de la troca —¿una GMC?—, seguramente están a punto de partir, y sobre todo la impertinencia del gallo que no cesa de interrumpir el discurso del jefe, yo lo propongo, sin que me tiemble la voz, para un Pulitzer (para el video, no para el gallo). Me recordaba las mesetas del Escambray cuando las nubes quedaban por debajo y tú vivaqueabas con los compañeros, y echabas un cigarrito y un par de párrafos y antes de que el sudor se secara sobre el cuerpo y te pasmara, como dicen los guajiros, seguir la operación. El problema es uno. Me explico. El problema es que yo siempre confundí el periodismo con la posibilidad de la aventura.

Una última pregunta, si me lo permiten. ¿Y Presidentes? ¿Las normas que añoran aplicarle a Penn y según las cuales no debió entrevistar a un capo del narcotráfico en plena fuga regirían igualmente con los presidentes? ¿Tampoco se les debe entrevistar? Porque si de trampas, mentiras, muertos y ríos de sangre se trata…

Post Scriptum

Coloqué el punto final de este texto hace unos tres días (1.13.16 5:59 pm, según el registro de la computadora). Pero lo puse a reposar unos días para someterlo a un nuevo pase de mano, cuando tanto el texto como yo estuviésemos más frescos. No acababa de convencerme su redacción. Es decir, perdió la categoría de texto a colgar de inmediato por la de borrador final. Fallé. La tentación del preciosismo literario nunca me ha llevado a ningún lado y yo mismo me inhibí de poder navegar una vez más a contracorriente, pero por propia iniciativa y hasta a solas. Luego de las declaraciones (1.15.15) del actor Sean Penn sobre su entrevista con El Chapo Guzmán, en el que tantas coincidencias esenciales nos empatan, mi trabajo queda como un remoto gesto de solidaridad con el valiente artista. Por lo menos eso. La foto de Sean Penn en el estudio de televisión ha sido agregada en la edición.

Algunas notas al margen supervivientes en mi disco duro pueden ilustrar al lector de las correcciones que ensayaba o de las aún vagas proyecciones para ampliar el texto. Todo políticamente incorrecto, por supuesto.

Gabo [Gabriel García Márquez] en la playa de Cartagena de Indias mientras almorzábamos sancocho: “Estoy loco por entrevistar a Escobar. Dicen que está escondido por aquí.”

Cambiar Presidentes por Jefes de Estado.

La rudeza agraria del video. Globo de Oro, Emmy y Oscar para el gallo. ¿Por qué no había gallos en las entrevistas de Fidel en la Sierra? ¿Los degollaban al paso los guerrilleros? ¿Estaban en la sopa que le sirvieron a Bob Taber o a Andrew Saint George?

Claro, muchos de ellos [los dómines de la prensa americana] me imagino que hayan sido adiestrados por las escuelas de propaganda de Fidel, al menos contaminados por sus ideas, porque si algo le molestaba al comandante era el llamado palo periodístico, esa pretensión seguramente de origen contrarrevolucionario que anida en el alma de todo reportero leal: alzarse con una primicia.

La práctica de Gabo de cobrar las entrevistas, que yo luego aplicaba, suele ser mucho más eficaz que exigir la revisión del texto. O lo que también él hacía para garantizar la fidelidad de la entrevista: colocar sobre la mesa su propia grabadora Recordar cuando yo le regalé una de las mías.

Las reacciones en contra mía cuando corrió el rumor de que preparaba un libro con las confesiones de Luis Posada Carriles. Tanto en los establecimientos oficiales cubanos como en Miami. Recordar en el futuro [para escribir al respecto, desde luego] la bilis escanciada desde La Habana y el desespero en El Nuevo Herald y las dulces gotitas de veneno exudadas por Ann Louise Bardach. Y cómo me apertreché entonces por primera vez con la carta de Chandler como escudo, aunque al final no hubo libro y la carta pasó a la reserva.

La entrevista a Proenza [el comandante Lizardo Proenza Sánchez, jefe de Lucha Contra Bandidos en 1965]. Me dio los datos finales sobre las operaciones y los publiqué y eran los datos que iba a dar Fidel al final de su discurso del 26 de julio de 1965 como colofón de la campaña contra los alzados. Maldito palo periodístico.

La suerte de ellos (Fidel y Matthews) era que entonces no había GPS ni celulares y para triangular con radiogoniómetros una llamada o cualquier clase de trasmisión hacía falta unos camionazos…

Poner Coda con burla de Chandler.

Coda

La mayoría de los escritores son gente tan fea que sus caras destruyen un sentimiento que quizá podría haberles sido favorable. Quizá soy demasiado sensible, pero varias veces me he sentido tan repugnado por esas caras que no he podido leer los libros sin que la cara se interpusiera. Especialmente esas caras de mujeres maduras gordas con ojos de cuervo.

                                                                             —Raymond Chandler