sábado, 26 de noviembre de 2016

viernes, 4 de noviembre de 2016

Vicente Dopico


El siguiente texto lo escribí el 17 de diciembre de 1995, con el propósito inicial —si mal no recuerdo— de incluirlo en el catálogo de una exposición de Vicente Dopico. Ahora no puedo precisar si llegó a imprimirse, pero de cualquier manera no encuentro nada semejante en mi archivo. La apertura la semana pasada en el Kendall Art Center (Miami Dade) de una nueva exposición de Vicente es la oportunidad para el rescate. Expone junto a otro pintor, Silvio Gaytón. El evento se llama “Cosmogonies” y la curadora es Raisa Clavijo. Mi texto, por su parte, lleva en el original el título de “Viejos cuarteles de invierno”. Este.

El hombre llamado Vicente Dopico —inequívoco nombre de pintor y bronco primer apellido de ganster habanero de los años 40— que ha añadido un distinguido Lerner al final de su firma, vio matar su primer hombre a los 15 años en medio del fragor y las turbamultas del triunfo de la revolución de Fidel Castro. Estaban acorralados por los tres tripulantes de un patrullero del Servicio de Inteligencia Militar, unos auténticos esbirros, policías remanentes de un gobierno acabado de colapsar y aún servidores de algo que evidentemente era una abstracción a medio camino entre el poder y la derrota en aquella mañana del 1 de enero de 1959 en que para muchos era aún incierta la noticia de la huida de Fulgencio Batista, cuando en un gesto instintivo, uno de los compañeros de Vicente Dopico apretó el gatillo de una de las dos Thompson de las tres que le habían quedado al Movimiento 26 de Julio en La Habana y lanzó al medio de la calle al infeliz que hasta un segundo atrás había sido aquella impetuosa criatura con su camisa kaki de sargento abierta hasta la mitad del pecho. De seguro que ese fue el instante en que para Vicente Dopico pasó algo mucho más definitorio que el fin de la inocencia. Ese día Vicente Dopico, mi hermano El Dopi, comprendió que no tenía regreso.

Hemos hablado muchas veces sobre esa ráfaga y su muerto acompañante porque juntos hemos querido entender si la nostalgia del invierno la tiene cogida con nosotros, con él y conmigo en particular, porque por qué esa garra del tiempo, y en principio aceptamos la explicación de que entonces llegamos al fin del mundo y de nuestra edad y de una época en Cuba, cada uno de nosotros dos por nuestro lado, él y la última célula del 26 como objetivos de una tardía emboscada en San Miguel del Padrón y yo en el tibio hogar pequeñoburgués de papa mafioso y mama maestra normalista sin entender todavía que sería el cronista de esa eterna guerra civil que comenzaba sus desafueros allá afuera. Son los recuerdos y es el invierno y las brumas. Y es en esa oscuridad donde lo tenemos, donde siempre está por emerger, y es la única explicación que doy a la pintura de Vicente, la única forma en que puedo entender, descifrar, las tinieblas producidas por un artista que plantó sus cuarteles entre las dos ciudades del sol —La Habana y Miami. Las violentas pastas rojas sobre negro, la sangre, desde luego, es mucho más explicable en toda esta historia generacional signada por la crueldad y atormentada por los pelotones de fusilamiento. Tan explicables para mí como el escrutinio de esos redondos ojones fuera de órbita y las enormes narices, la visión de rastreo y el olfato de una existencia personal que no conoce el reposo, siempre en alerta, lista para armarse y porque además Dopi es un cazador y es un gran pescador —que es el vínculo con uno de nuestros héroes arquetípicos, el del viejo escritor de San Francisco de Paula, al que ha terminado por parecérsele para mi complacencia y para su orgullo con su barba rubia ajustada sobre las gruesas mejillas y sus espejuelitos redondos de intelectual de izquierda y su pecho de torete.

Advierto que somos de la misma generación pero que nos las hemos arreglado habitualmente para estar en bandos contrarios. En el caso de Dopico, parece que no entiende otro estímulo, otra fuente de energía, que no sea la rebeldía. Apenas termina la lucha contra la dictadura de Batista y siendo uno de los pocos supervivientes del vapuleado Movimiento 26 de Julio en La Habana, se suma a un grupo contrarrevolucionario que se propone derrocar a Fidel Castro. Lo capturan en los preparativos de un alzamiento en los montes de Pinar del Río y lo llevan a fusilar a la fortaleza de La Cabaña. Si se salva de los rigores de la ejecución es gracias a un lejano parentesco chileno y al hecho de que la Embajada de Chile en La Habana aún no ha sido clausurada. Entonces llega la hora del Miami combativo y la oportunidad para la CIA de disponer entre sus grupos de infiltración con las habilidades marineras adquiridas por este pichón de artista en una sola lectura de El viejo y el mar. Una veintena de riesgosas misiones en las playas cubanas armado con nada más y nada menos que una pavorosa cámara fotográfica que debe utilizar para retratar los mismos centrales azucareros costeros de antigua propiedad americana y las mismas vieja grúas flotantes desechadas desde principios de siglo por las facilidades portuarias del Mississippi le enseñan que sólo ha ganado dos cosas: menos de mil dólares sin derecho a retiro y una veintena de oportunidades de perder el pellejo, que es cuando comprende que está participando de una farsa y que es el momento de intentar algo que parece imposible: buscar un diálogo con Fidel Castro, que es apenas un poco después cuando se convierte ante los ojos de las autoridades revolucionarias de la isla en la bestia negra de los "muchachos de Miami". Ha vuelto a ocurrir exactamente lo previsible: Dopico comienza a cuestionar la política de La Habana en relación con el exilio. Ahora espero con entusiasmo por sus próximas batallas.

Pero todavía no lo ha comprendido todo, todavía ese rebelde está atrapado entre las tinieblas y la sangre. Pero a lo mejor es lo ideal, lo mejor que le pueda ocurrir, estar ahí, en los abismos, en los quásares de su universo, y traduciéndonos desde el fondo de esas trampas, sus visiones, y como raptos de luminosa belleza y sensualidad y calmados por el recuerdo, seguramente inevitable para él, las mujeres de espaldas blancas fosforescentes que yo acepto que las deje con los rostros escondidos tras las máscaras. No obstante, algo está cambiando, y no solo es el apellido alargado hasta Lerner y es algo más que la coquetería de una cadenita de oro que ha añadido a su atuendo de artista en jeans y lo miro a él y miro el lienzo que está a la izquierda y otro que tiene enfrente y le digo, "Coño, Dopi, esto viene bueno", y entonces no sé por qué pienso en los destinos y comprendo algo y les puedo decir de lo único que hablamos en los últimos tiempos, del tiempo, que está al acabarse y que la conclusión del acto —este del Dopi y mío— es siempre la misma, lo único que necesita el artista es tiempo.