martes, 13 de junio de 2017

Fidel en su piedra,
Raúl mientras agoniza




Un destino poco glorioso para los nuevos próceres. Antes había que abatirlos montados en briosos corceles, machete en mano, a todo galope contra las primeras líneas, rodilla en tierra, de los fusileros enemigos y aunque los proyectiles trazadores no se hallaban en existencia, tú veías abalanzarse sobre ti la andana de los plomos que te levantaría en peso de la montura y te derribarían en la tierra antes de saber que ya estás muerto y que un tropel de cascos te está macerando sobre el terreno porque la marcha no puede detenerse. Ahora, sin embargo, te mueres en las refrigeradas estancias de un salón de terapia intensiva. De acuerdo a la investidura, hasta tienes oportunidad de firmar algunos de los decretos que se te quedaron en la gaveta. Toda la gloria del mundo según las consolas Westinghouse. Pero, ironías aparte, tal puede ser el episodio que transcurre actualmente en la existencia del presidente cubano. Un amigo me escribe desde el norte de Argentina y dice que están diciendo —allá, en el norte de Argentina, me imagino— que Raúl está grave en terapia intensiva y que si uno sabe “algo”. Uno, en verdad, no sabe nada, aunque siempre puede elaborar alguna reflexión, y responde “No sé nada, pero ya es hora… ¿no?” Y agrega que antes ocurría lo mismo con Fidel y que en Miami lo mataban todas las semanas. Ya, después, cuando se puso malito de verdad, en el orden personal se produjo una época de modesta pero significativa bonanza para este autor, porque todo el mundo le pedía artículos y reseñas y declaraciones y hasta preparó dos obituarios por adelantado. Mas él no cree que pueda esperar la misma fortuna con el eventual deceso de Raúl Castro puesto que por estos lares se encuentra exiliado desde hace unos años su amigo Alcibíades Hidalgo, que sí conoce bien a Raúl. No en balde fue su jefe de despacho en el Comité Central y hasta creo que compartieron una hacienda en el Valle de Viñales a donde llevaron a dos azafatas que ambos ligaron en un viaje, no sé si a Yugoslavia, o a Polonia. Un cabroncito ese Alc, si yo se los digo. Pero, bueno, a lo que iba, Alc —¿ya se dieron cuenta que era el sobrenombre de Alcibíades?— puede sacarle algún jugo a la situación. Los que si no van a poder sacarle nada son los patriotas de la troupe del Versailles, el grasoso restaurante de la calle 8 del South West de Miami, la mítica Sagüesera, que salían a conguear cada vez que Fidel se moría. La última de estas congas, como se sabe, tuvo lugar el viernes 25 de noviembre del año pasado, con la noticia del fallecimiento, esta vez en serio, del comandante. Bailaron y gozaron de lo lindo durante unos días. Pero, al final, al igual que en la canción de Joan Manuel Serrat, y apenas en el transcurso de ese fin de semana, se acabó la fiesta. Aunque del modo que la turba nunca había calculado. Porque se acabó la fiesta pero también se acabaron ellos. Fidel se llevó el desafío. Fidel se llevó la confrontación. En definitiva, Fidel se llevó el alma de la nación. Y si ellos no se dieron cuenta, Obama sí. A los pocos días, al eliminar de un plumazo la famosa ley de “pies secos, pies mojados”, remató su maniobra con la tirada más humillante que un presidente americano le haya tirado en la cara a la vieja contrarrevolución cubana: que no había ninguna diferencia entre ellos y un guatemalteco o un salvadoreño. Puede que, no obstante, quede rondando por la zona de parqueo del Versailles, algún iluso deseoso de salir a festejar el eventual fallecimiento de Raúl Castro. Que empiece, pues, a calentar los cueros. Y así son las cosas. Fidel en su piedra, Raúl en su república bananera.