jueves, 8 de febrero de 2018

Condenados de Condado

Un recorte de Bohemia. Desde la izquierda: Manuel Medina Castro (premio ensayo),
Norberto Fuentes, Pablo Armando Fernández (premio novela), Manuel Galich,
Reynaldo González (mención novela), José Lorenzo Fuentes (mención cuento),
Aida García Alonso (mención ensayo) y Virgilio Piñera (premio teatro).

Hace 50 años que la literatura cubana quedó fracturada. Para siempre. Un librito mío, de apenas 100 cuartillas, provocó el cisma. Exactamente el tipo de libro que hace temblar las dictaduras, según el decir de Pierre Vilar. Y bueno, si no hice temblar a Fidel, por lo menos logré que lo reventara contra una pared.

Mas el esfuerzo por insertar Condenados y mi libro posterior, Cazabandido, en el fluir de la Revolución no estuvo exento de cierta sabiduría. Yo comprendía que si cortaba mis vínculos con ese proceso, me quedaba huérfano. Para prevalecer, tenía que mantenerme en la trinchera de la Revolución a como diera lugar. Pero me apresuro a declarar que no me lo imponía. Era mi sentimiento natural.

Condenados de Condado fue parte de la misma rebelión universal del año 1968. Pero muy difícil de asimilar por la izquierda porque venía de Cuba. Y nadie en esa izquierda quería ofender al hombre de la barba. La rebelión tenía que ser potestad de los niñitos bien del capitalismo, ergo, de su intelectualidad de izquierda. Podían armar su alboroto en los Campos Elíseos, no en La Rampa. En ese punto, a la hora de juzgar mi libro, hicieron causa común con Seguridad del Estado.

Hoy, 8 de febrero de 2018, se cumplen 50 años de aquel jueves en que Chiqui Salsamendi, una de las secretarias de Casa de las Américas, me llamó casi siendo las 7 de la noche para decirme que me había ganado el premio de cuento de esa institución, entonces el galardón más importante de la literatura latinoamericana. Todo lo que ocurrió hasta allí, y sobre todo lo que pasó posteriormente hasta llegar al caso Padilla en 1971, está más o menos documentado, aunque regularmente con bastante mala leche, lo cual es normal cuando tenemos tantos narradores y fabuladores en el saco y especialmente cuando amén de fabuladores tienen algo que ocultar.

Aunque no crean: también pasa en otros sectores. “Cada cual cuenta su combate”, me decía años después en Angola el general Arnaldo Ochoa. Mi versión de los hechos, resumida (si se le puede llamar resumen a un mamotreto de 1 200 páginas), se encuentra en Plaza sitiada. (Sigan, sigan prefiriendo a los cobardes y a los intrusos, Padilla, Edwards, y sin desperdiciarme a los dómines de la Academia).

Fue la primera vez en Cuba, hasta donde alcanza mi conocimiento, que la literatura se convirtió en una aventura de la vida real.

Ay, cojones, si le cogí la delantera a todo el mundo. ¿Cincuenta años de la presentación en sociedad de Bunder Pacheco y del capitán Descalzo y del Abuelo Bueno y su Pelotón del Amor (¡si habrá un cuento más hippie que ése!) y de La Llorona y de Belisario el Aura y del tarugo de circo Bedulín Cantore y de Claudio Garate Guzmán (tibiecito que se había puesto para el paredón) y del Magua Tondike y del sargento Rembert? Cincuenta, brother. Eso es lo que se acumula.

Pues no está mal para un librito de 25 cuentos y viñetas que a duras penas llenaron 100 cuartillas cortas. Creo que me sobran las razones para disfrutar del silencio.

Zona de Operaciones del Norte de Las Villas. Mayo de 1963. Un deteriorado negativo de 35 mm. Un escritor solo en la guerra. (Foto: © Ernesto Fernández)