Hace más de 10 años escribí un libro (duerme en una de mis gavetas) sobre los últimos días de Batista o lo que serían las vísperas de la Revolución Cubana. Silito, apenas una llamada de mi parte, fue mi más entusiasta colaborador. Luego mantuvimos la amistad. Incluso hasta una vez me presenté en su casa con el general Rafael del Pino. Pasamos la mañana y un almuerzo formidable. Yo, gozando. Dos generales de fuerzas enemigas al final del servicio en un restaurante “latino” de West Palm Beach mirando hacia el techo a ver cuál de los dos se hacía cargo de la cuenta. Bueno, ese es un cuento que se hará en su momento. No voy a gastar todas las balas aquí.
El texto a continuación es uno de los capítulos del libro engavetado. Tampoco lo reproduzco completo. Sigo ahorrando parque. Sí, la reserva de municiones es importante. Tampoco he cambiado una tilde ni actualizado las fechas. Se trata, en todo caso, de rendir homenaje a alguien que aprendí a querer y a respetar y que me acabo de enterar de su partida . 94 añitos. Está bien, Silito. Largo fue tu viaje.
El principio del fin. Todo comienza un 14 de marzo. Cuando los americanos le fallan a Batista. El general «Silito» Tabernilla Palmero ofrece esta perspectiva desde su refugio en Palm Beach, Florida, a 41 años de los acontecimientos.
Cuando el entrevistador se encuentra con él, en mayo 29 y luego en junio 24 del 2000, y más tarde el 23 de febrero de 2002, ve un hombre de mediana estatura, de mirada compasiva y que ha sobrepasado su tiempo de haber sido cubano, puesto que 41 años después de que llegara a Estados Unidos es razonable rendirse ante la evidencia de que ha estado más años bajo el pabellón americano, el que una vez fuera el extranjero. Se demoraron nueve años en otorgarle la ciudadanía al antiguo general del Ejército Constitucional de la República de Cuba y estuvo bastante tiempo bajo vigilancia policial –«los federales»–, para evitar cualquier participación suya en una jugada contra Fidel Castro. Era la época en que la CIA –primero la CIA– decidió hacerse cargo de todo el operativo cubano, hasta 1967 en que Lyndon B. Jonson cerró el operativo «JM Wave» de Miami y pasó el liderazgo –que mantiene hasta hoy– de la actividad cubana al Departamento de Estado.
Tiene la misma casa que compró cuando llegó a esta apacible ciudad en enero de 1959 y ahora casi todos los batistianos de sus alrededores han muerto, pero él goza visiblemente de una dulce y suave salud, y se mueve a su gusto por los vericuetos y serenas calles de este pueblo de gringos multimillonarios retirados y viste aún con una fajilla militar de enganche metálico –«el vicio del kaki»– mientras se destaca como activista de la iglesia católica más cercana. Tuvo un buen negocio hace años, asociado con viejos amigos suyos generales del Ejército Americano. Montó una academia militar que era una de las únicas nueve con franquicia auténtica del Pentágono y que funcionó sin contratiempos hasta que comenzaron las protestas por la guerra de Vietnam y los hippies llenaron las calles. Tal parece que siempre hay una banda de jóvenes barbudos y con melenas que se disponen a atravesarse en el camino del general «Silito» Tabernilla, porque la academia debió cerrar a tono con los aires de los nuevos tiempos en que evidentemente la sociedad se liberalizó al punto de que a ningún padre de familia de la clase media gringa se le ocurría mandar un hijo a disciplinarse como un prusiano cuando la moda que se imponía era la indisciplina sazonada con chupaditas de marihuana. Por lo que entonces se dedicó a su último negocio, el que le duró hasta que se retiró a los 75 años de edad: la construcción. Para esa fecha, Batista y su padre ya habían muerto. El viejo «Pancho» un poco después de Batista. Murió de tristeza, dice «Silito». «El viejo murió de tristeza. Y con sólo 800 dólares en el banco.»
De izquierda a derecha: Norberto Fuentes, "Silito" y Rafael del Pino. |
Sobre la famosa lista de los elegidos para salir del país dictada por Batista el 22 de diciembre de 1958, «Silito» dice que se le pasó, manuscrita, a su ayudante, el capitán Martínez, que era mecanógrafo y le solicitó que la pasara en limpio. Al parecer, Martínez no hizo correr el rumor. «Aunque se daba cuenta de lo que estaba pasando y de lo que esa lista significaba. «Silito» aún cree, y está orgulloso de ello, que su ayudante «no filtró nada», porque nunca le reportaron en ese sentido. «Un compañero muy responsable.»
«¿Compañero?», le pregunta uno creyendo que ha tomado la expresión de la fraseología revolucionaria al uso en Cuba desde 1959. «No», dice. «No es vuestro invento. Así era. Así nos tratábamos. Nosotros. ¿O qué otra cosa somos en el Ejército, sino compañeros?»
Una hermandad que probablemente sólo existe en sus recuerdos más remotos, él sigue identificándola con algo que llama «la enfermedad o vicio del kaki.» Y la evoca: «Eso te pasa cuando llevas unos años en el ejército, te entra la enfermedad del kaki, sí, como un vicio, por eso la derrota es lo peor que le puede pasar a un militar, porque casi siempre los ejércitos derrotados son disueltos y ya más nunca te empatas con el uniforme y los viejos compañeros.»
Y repite: «Compañeros. Así era como nos llamábamos en el ejército. ¿Qué otra cosa éramos sino compañeros? Hasta esa palabra, esa forma de llamarnos, nos lo ha quitado la Revolución.
»Chico, qué jodido es todo esto.»