sábado, 25 de enero de 2020

Juancho no lee. Navega


El libro de Norberto Fuentes encargado por Fidel Castro es un clásico que trae a J. J. Armas Marcelo un sinfín de recuerdos cubanos.

Ricardo Artola acaba de enviarme la última edición de un clásico: Hemingway en Cuba, de Norberto Fuentes, editado ahora por Arzalia Ediciones. Dice la leyenda que Fidel Castro montó en cólera cuando le llevaron un ejemplar de Hemingway en Cuba, del soviético Yuri Paporov, periodista que había vivido casi veinte años en La Habana. El libro había sido publicado en Moscú y en México (en español) y Castro preguntó si no había un escritor cubano que pudiera escribir un libro mejor que el del soviético. «Norberto Fuentes», le dijo García Márquez, «y yo pongo el prólogo», añadió. Norberto Fuentes, todavía lisiado por el «caso Padilla» salió (lo sacaron) del ostracismo y le entregaron la casa de Hemingway, Finca Vigía, en San Francisco de Paula, a pocos quilómetros de La Habana. Eso dice la leyenda, aunque la historia real (o irreal) vaya por otro lado. Tengo el libro de Paporov, y una fotografía del canadiense que fotografió a Hemingway cuando ganó el Nobel. Es un original: Hemingway tiene la mano en el pecho y se le nota mucho la cicatriz en la frente de cuando se cayó del puesto de mando del Pilar por un golpe de mar que casi lo mata.

Hemingway en Cuba, el de Norberto Fuentes, es un prodigio de trabajo, documentación, pasión por la literatura y amor fijo por el escritor que es objeto y sujeto del libro. A mí, cuando lo leí por primera vez, me pareció un clásico y en eso se ha convertido a lo largo de estos años, en los que todo aquel que haya querido escribir con cierta profundidad de Hemingway en Cuba no ha tenido más remedio que leer y releer el libro de Fuentes. A mí me sirvió muchísimo para escribir Así en La Habana como en el cielo, donde pongo en cuestión varios estereotipos que la propaganda castrista convirtió, repitiéndolos, en verdades irrefutables. Esas fotos, que también están en el libro de Norberto Fuentes, de Fidel Castro con Hemingway son, dice también la leyenda, las únicas que Castro y Hemingway se hicieron juntos. El castrismo quiso mostrar que Hemingway tenía una gran simpatía por el régimen cubano y, especialmente, por el Líder Máximo, pero otra leyenda, y en esa me basé para escribir una parte de mi novela citada, dice que Hemingway sabía que Fidel Castro había mandado matar a Manuel Castro, líder sindicalista estudiantil, su enemigo personal y político en la Universidad de La Habana. Manuel Castro sí era muy amigo de Hemingway y cuando corrió la noticia de que los chicos del gatillo fácil seguidores de Fidel Castro lo habían matado como a un perro, en plena calle, Hemingway cayó en una tristeza que terminó por hacerle escribir, esto también es una leyenda, un cuento titulado The shot que narraba la muerte de su amigo. Todo leyenda, pero en el Viejo Oeste, eso ya se sabe, lo que queda es la leyenda y casi nunca la historia.

El trabajo de Norberto Fuentes en Hemingway en Cuba es totalizador: no queda nada que el escritor cubano no rastree, como un perdiguero que no deja atrás nada de lo que sea importante de la vida de Hemingway en Cuba. Muchas veces en el libro de Norberto aparece Gregorio Fuentes, «Goyo», el último patrón que tuvo Hemingway en su yate Pilar, que tiene el mismo nombre que la protagonista de Por quién doblan las campanas. Gracias a Norberto conocí bien a Gregorio Fuentes, ya viejo pescador pero entonces todavía fuerte y con buena memoria. Había nacido en Lanzarote, en mi tierra canaria, y se volvía loco cuando yo llegaba con el gofio que me había pedido que le llevara a La Habana. En La Terraza de Cojímar cenamos algunas veces Goyo y yo. Hablábamos de Hemingway, pero también de Norberto Fuentes que ya había sido rehabilitado políticamente y disfrutaba entre los amigos más cercanos de Tony Laguardia, que después fue fusilado por Castro junto al general Ochoa, «el Calingo», y otros militares cubanos, dizque por traición a la patria. Falso de toda falsedad: fue un asesinato más del castrismo y de Fidel Castro. En parte esta historia está contada por el propio Norberto Fuentes en Dulces guerreros cubanos, gran libro, cínico y sin embargo dulce, como reza el título.

Hace años que no veo a Norberto Fuentes, entre otras cosas porque cuando voy a los Estados Unidos no me aventuro por los Everglades de Florida ni por la ciudad de Miami, tomada lenta y pacíficamente por el exilio cubano. El restaurante Ayestarán, en una esquina de la calle Ocho, cerca de la Sogüesera, era mi preferido. Al Versalles, donde los cubanos del exilio comían los platos cubanos y se llenaban de añoranza de la Cuba perdida, fui algunas veces. Sí, ahora que estoy escribiendo también el segundo tomo de mis memorias, Cuba ocupa un lugar importante y una gran cantidad de páginas en esa parte de mis recuerdos. El poeta Padilla, Natalia Revuelta, Monseñor Céspedes, Norberto Fuentes, Jesús Díaz, Rosa Marquetti, Fina García Marruz, el traidorzuelo Pablo Armando Fernández… Tantos amigos muertos, moribundos o lejanos; tanta añoranza mientras escribo esas memorias cubanas. Y, entonces, llega de repente esta edición de Hemingway en Cuba y, una vez más, crece el recuerdo de la isla y sus gentes ya desaparecidas (o lejanas) que fueron mis amigos cubanos, mis dulces amigos cubanos. Bueno, el prólogo de García Márquez al libro biográfico de Norberto Fuentes no es ningún esfuerzo intelectual, pero, en fin, está bien, bastante bien.

J. J. Armas Marcelo en El Cultural
13 noviembre, 2019

Foto arriba: El torreón al oeste de la desembocadura del río Cojímar.

miércoles, 8 de enero de 2020

Entrevista capotiana

Publicada el viernes 3 de enero de 2020 en ALMAS EN LAS PALABRAS, el blog de Toni Montesinos.

Foto: Rafael del Pino

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Norberto Fuentes.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?

De hecho, conozco la experiencia. El “jamás” no llegó a completarse pero estuvo cerca. En Cuba, durante mis últimos años de residencia, tenía prohibida la salida del país. Ni siquiera las playas al este de La Habana me eran accesibles sin que apareciera la cola policíaca, y en todos los puertos y aeropuertos los oficiales de inmigración disponían de plegables de lo que ellos llaman foto tablas en los que mis retratos aparecían recreados con los disfraces que pudiera emplear para escabullirme en sus mismas narices. Luego, aquí, en el país de la libertad, los empleados cubanos de la migra yanqui, hacen lo imposible por torpedearme los documentos de viaje. Qué cosa tan rara, ¿eh? En ninguno de los dos casos me tragan, pero se placen en mantenerme encerrado dentro de sus jurisdicciones.

Bueno, en fin, como la pregunta no establece el tamaño de ese “solo lugar” — ¿un país, una ciudad, una casa, un closet?— me decanto por las apetencias de mi imaginación: A mí que me den un harem, pero con aire acondicionado y con las chicas de mi elección. Eso sí, en algún sitio donde no sea ilegal este tipo de propiedades. No, no hay que violar las leyes. O si se quiere, pensemos algo más práctico: un yate como el de Onassis (ya los debe haber más modernos y lujosos). ¿Con una ciudad flotante como esa, y yendo de puerto en puerto, para qué tienes que desembarcar en ningún lado?

¿Prefiere los animales a la gente?

Si el animal es Jerry Lee, mi cocker, echado en este momento a mis pies, lo prefiero en términos generales a “la gente”. Aunque siempre lo mantendría en un lugar más o menos equivalente al puñado de mis amigos de toda una vida y en firme igualdad con mi mujer, Niurka. Bien vistas las cosas, ninguno de esos rudos guerreros de mi entorno se conformaron nunca con que yo les regalara una golosina y los felicitara con un “good boy” (Jerry Lee es gringo) por pedirme que lo sacara al patio para no mearme el estudio.

¿Es usted cruel?

Todo lo contrario. Mi reputación es la de ser un tipo compasivo. Lógico en la conducta de un pisciano. Demasiado amplios y nada dogmáticos y es fama que aceptamos con pasmosa tranquilidad los argumentos de todas las partes. Para nosotros tiene tanto valor el lamento del asesinado como la justificación del asesino. De verdad que yo los comprendo por igual.

Pero sí quiero exponer lo que debe ser un grave defecto. Soy burlón. No tengo fronteras a la hora de reírme de los que me rodean, empezando por mis padres (cuando vivían), mis mujeres (cuando lo han sido) y mis amigos. Claro, la mayoría de mis vínculos se desarrollaron en la Revolución, y ese proceso era como una enorme cófrade que se movía en los bordes de un abismo. Supuestamente, todos íbamos a morir cuando los yanquis invadieran. De alguna manera nos veíamos como defensores de Iwo Jima. Y si tal era la situación y el destino inexorable, para qué rayos imitar a los japoneses en cuanto a su vocación suicida. Lo nuestro era gozar. A partir de esa concepción, pues, a cubrirnos de insultos como la forma más visceral de la camaradería. Actuaba como una cobertura del más acendrado de los afectos. Después de la injuria, del agravio, de la mofa, de la ofensa, de la afrente, ¿qué es lo que te queda? Pues un amor desmedido. ¿Estábamos locos? Sí, seguro. Pero era así como veíamos las cosas. (Qué curioso, no había insultos para prodigarle al enemigo. Decididamente no eran merecedores de denostarlos con ningún apelativo.)

A veces he pensado en el origen de este apetito mío por la burla. Pienso que procede de los ejemplos de mi viejo, que corría con las relaciones públicas de la mafia americana en Cuba. Recuerdo que solía llevarme por las tardes a Sans Souci, el cuartel maestre de Santos Trafficante. A esa hora —hacia las 3 PM— el cabaret y casino adjunto estaban vacíos, solo Santos y su séquito, entre los que se incluía a “Pancho Villa”, mote que le endilgaba Santos al viejo. Una tarde tenían un cónclave, seis o siete de ellos alrededor de Santos, y hablando de esto y de aquello cuando mi padre me dio un codazo y con un movimiento de cabeza me señaló al paisano a su derecha, un arquetipo del caporegime, rostro lombrosiano y el bulldog calibre 38 abultándole bajo la sobaquera, y —creyendo que el sujeto importado desde la Pequeña Italia neoyorquina no entendía una palabra de español—, mi viejo me susurró: “¿A cuántos habrá matado este? Mira la cara de asesino que tiene” “A siete”, dijo el hombre. “He despachado a siete, míster Fuentes.”

¿Tiene muchos amigos?

¿En cuántos estamos pensando? Yo creo que media doce de amigos a lo largo de un buen medio siglo, es una cantidad apreciable. En mi caso, tienen, por lo común, un origen profesional, como los fotógrafos que me acompañaban a mis reportajes, o los combatientes, la brabucona tropa que luego poblaba con preferencia mis textos. Digo origen profesional en el sentido de que surgieron mientras yo satisfacía mi sed de aventuras. Y tuve la visión, temprano en mi carrera, de escoger el reportaje como el género ideal para vivaquear por todo un país en revolución y suministrarme de escenarios y personajes. En mi lejana memoria podría citar a los miembros de la patrulla Oso del Grupo 17 de la Asociación Scout de Cuba. Era una excelente fuente de aventuras para un adolescente aunque desde hace años se perdió el contacto con los hermanitos de las acampadas y las fogatas en una rivera del Mayabeque.

Los que nunca se han ido de frecuencia, incluso algunos después de muertos, o de haberse quedado en Cuba después de yo enrumbar al exilio, pertenecen a la tropa de los años 60. Ernesto Fernández “El Fernan” (conmigo en tres campañas militares) y Roberto Salas “Chen”, con el que les cogimos la delantera al resto de la prensa cubana con los reportajes de las armas estratégicas y/o de última generación que los soviéticos estaban dislocando en el país. Escritores, pocos, la verdad. Guillermo Rosales era uno de ellos, y hubiese sido el mejor escritor de mi generación si no se suicida. Raúl Rivero, el poeta, fue otro, aunque el Gordo se ha disuelto en el silencio, y no solo como amigo, sino también como poeta, solo y cada vez más obeso en un oscuro apartamento de Miami —que es imperdonable. Entonces los guerreros, empezando por un par de los pilotos que volaron los primeros MiGs en el continente americano: Douglas Rudd y Rafael del Pino. Y el ranger, mi hermano del alma, el coronel Antonio de la Guardia (cada noche cruza en mi mente con sus ojos empapados en lágrimas frente al pelotón que lo va a ejecutar). El genio de la lucha contra guerrillera, el cazador por excelencia, el general de división Raúl Menéndez Tomassevich “Tomás”, que convertí en el comandante Bunder Pacheco de mi primer libro. Y  que no me falte un diplomático (nadie es perfecto), Alcibíades Hidalgo, conocido como “Conejo Alc”, el campeón de las aventuras eróticas de mi Dulces guerreros cubanos. El insaciable Alc. Y en el exilio, por lo pronto, un solo amigo en igualdad de condiciones que los demás. El único gringo de mi tropa. Brad ******. Un alto oficial de la inteligencia americana, ya retirado, que manejó el expediente cubano durante años. ¡Tenía que ser!

¿Qué cualidades busca en sus amigos?

¿Yo? ¿Exigirle cualidades a un amigo? Bueno, hay dos condiciones —más que cualidades— que se presentan espontáneamente. La lealtad y la historia. La historia individual, quiero decir. Aunque parezca extraño, para mí es lo mismo. O son elementos sólidamente interconectados. Pero, repito, esto es algo que surge en el camino. Quiero decir, tú encuentras tus iguales mientras avanzas en tu camino, es decir, mientras escribe tu historia. Y los reconoces de inmediato. The Wild Bunch, la película de Sam Peckinpah, es la clave para entenderlo. Cuando William Holden (“Pike” en la película), le dice a sus compinches “Tenemos que ir pensando más allá de nuestras armas. Esos días están cerrándose con rapidez”, yo siento que me está hablando a mí. Pertenezco a una generación —ahora lo comprobamos— que actuaba siempre en la frontera del olvido. Compartir esa comprensión es un saberse que estamos jodidos y que no existen armas ni recursos contra semejante fatalidad. Así que, como decía el cosaco en uno de los cuentos magistrales de Caballería roja: “¡A luchar por la Revolución Mundial y por un pepino!”

¿Suelen decepcionarle sus amigos?

Igual que lo anterior. Significaría un estándar previo que nunca me he exigido. La amistad es algo que surge espontáneamente, y funciona en medida que no te amilanes. Otra frase del Pike de William Holden en la película es mi mejor ejemplo: “Cuando tú te unes a un hombre, tú te mantienes a su lado. Si tú no puedes hacer eso, tú eres como un animal.” ¿Entienden? Lo dice mi Biblia —The Wild Bunch.

¿Es usted una persona sincera?

A veces exageradamente sincero. Se me va la mano con la sinceridad, según el consenso. Mi mujer, Niurka, dice que soy el tipo más políticamente incorrecto que ella ha conocido. No sé qué tiene eso que ver con la sinceridad, pero creo entenderla.

¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?

La pregunta debe ser al revés. Bueno, es obvio que mi tiempo ocupado lo empleo en escribir. Pero es mínimo. ¿Quién dijo que un escritor si no tiene tiempo, qué es lo que tiene? García Márquez se me quejaba mucho del tiempo que, según él, yo desperdiciaba. Pero no se daba cuenta que vivíamos en situaciones diferentes. Después de mis primeros 15 años de ostracismo, exilio interior, represión y persecuciones por la publicación de Condenados de Condado, mi primer libro, decidí que la escritura iba a ser la ocupación de mi vejez. Pero había que llegar allí sano, y sin que me quedara una aventura amorosa sin tentar. Así que la ocupación, me dije, va a ser observar, escudriñar, ver, oír este fenómeno que me rodea, y, al unísono, querer y dejarme querer.

¿Qué le da más miedo?

A estas alturas de la vida, nada. Además de que yo creo haber agotado todas las instancias del miedo durante y en los años posteriores al proceso que llevó a la muerte a mis entrañables compañeros el general Ochoa y el coronel De la Guardia, dos héroes de la Revolución mandados a fusilar por el mismo Fidel. Después que llegué al exilio, el miedo surgía en los sueños, miedo a despertarme un día en mi casa de La Habana. Dicen que ese es un sueño común de los exiliados en los primeros tiempos de su destierro. Lo cierto es que amanecía empapado en sudor. Pero hace mucho tiempo de eso y no lo he vuelto a soñar. Hace unos seis o siete años, Ricardo Alarcón, que era el Presidente de la Asamblea Nacional, me invitó a Cuba. Vinieron dos o tres invitaciones como esa, nunca respondidas, por supuesto. Entonces cuando Obama preparaba su viaje alguien sugirió mi nombre en la delegación acompañante. “Interesante”, respondieron en la Casa Blanca. Por último, el año pasado, un ex congresista que viajó a Cuba, me trajo la propuesta de establecer la cátedra de literatura Norberto Fuentes (me imagino que en la Universidad de La Habana) y la habilitación de un apartamento y un coche para que yo me sintiera a mis anchas si regresaba. En todos los casos, el recuerdo de los terroríficos sueños y de verme encerrado en aquella isla, fueron argumentos más que persuasivos en contra del proyecto.

¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?

Dice Truman Capote, el pesado fantasma que señorea sobre estas entrevistas “capotianas”, y ante esta misma pregunta (que se prodigó él mismo), que una vez conoció de un vecino que se acostaba con su madrastra. Bueno, me apresuro a declarar, para entrar en la competencia, no con Truman sino con el vecino, que yo me casé con dos hermanas (una primero y otra después, aclaro) y hubo una suegra de uno de mis matrimonios que regularmente, todavía hoy, me voy a la cama con el barrunto de que la dejé escapar. Mas, advierto, no siempre la elusión de tales affaires son un pesar que te espera en el futuro.

Mi hermano Luis, un severo físico nuclear, que estudió en Dubná, una ciudad secreta de la antigua URSS, me cuenta que suele ocurrirle un desliz en los encuentros científicos de alto nivel a los que asiste. “Imagínate”, me dice, “acabo de conocer a varias personas, físico-químicos igual que yo, pero colombianos, americanos, españoles. Hombres que no me interesan tanto y mujeres de buen ver, alguna bien sexy. Nos contamos de nuestras vidas. Todos fascinados con mi historia de físico nuclear cubano, miliciano de puntería con los AK-47, cortador de caña y participante en investigaciones desde el reactor ruso hasta el sincrotrón americano. Además presumo de buen humor y cierta capacidad de análisis. Yo me siento Rey del Mundo porque percibo un auditorio fascinado. De pronto, oh, pequeño desliz que desencadena la bola de nieve que me sepulta. La conversación menciona incidentalmente que tengo un hermano escritor, ahijado preferido de Fidel Castro, mujeriego, fiel a los condenados a muerte y analista político. Hasta ahí llegó el interés del público por el físico nuclear. Todas las mujeres brincan excitadas: ¿Que la sexta esposa era hermana de la cuarta? ¿Qué si Hemingway y García Márquez? ¿La autobiografía de quién? ¿Que del Premio Casa castigado para los cañaverales? ¿Y qué tiene la Niurka esa que lo domó? Ay, Luis, ya me aburrí de ti. ¡Preséntame a tu hermano!”

Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?

Siempre quise ser escritor, igual que Hemingway declaró alguna vez en referencia a él mismo. Bueno, escritor como objetivo básico. Porque primero quise ser historietista. Me refiero a los tebeos. En Cuba le llamábamos muñequitos. De chamaco, me había fascinado Will Eisner con su serie del Spirit (todavía hoy está influyendo en mi escritura). Por eso terminé estudiando artes plásticas en San Alejandro. No con Rembrandt o Van Gogh en la cabeza, sino el gran Will Eisner. Me pasé dos cursos intentado hacer orejas y narices de barro y gastando carboncillos frente a una cartulina, y en tales empeños no logré gran cosa, para no aceptar que fracasé estrepitosamente. Claro, todavía no había entendido que mi vocación era la de contar. Por eso mi fanatismo por las historietas, que era el mismo del cine (también quise ser dueño de la Paramount). Desarrollar, a través de una secuencia de cuadros, una historia. Eso no se lograba nunca en el estatismo de una nariz de barro que uno tenía que estar horadándole los dos cabrones orificios con una espátula. Vamos, que lo mío eran las anécdotas, las aventuras. No, no hubiera podido ser otra cosa que un artista. ¿Piloto de combate? ¿Interrogador de la Seguridad del Estado? ¿Proxeneta? Cada uno de esos oficios tuvo su atractivo, no crean. Así que, si no hubiesen sido las letras o las artes plásticas (aplicada a los cómics), lo otro que mi espíritu iconoclasta y contradictorio me hubiese permitido ejercer hubiese sido integrante de una banda de rock.

¿Practica algún tipo de ejercicio físico?

¡Já!

¿Sabe cocinar?

Hago unos batidos de leche con plátano a los cuales les embuto una barra completa de queso crema y espolvoreo con seis cucharadas soperas repletas de azúcar que son para descolocarte la vida. Yo les llamo el mata diabéticos. El revoltillo de coctel de frutas me queda muy bien.

Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? 

Bueno, de alguna manera ya lo he hecho. Pueden servirse de las 1 600 páginas de los dos volúmenes de La autobiografía de Fidel Castro y convertirla en un folletín de 20 cuartillas cortas.

¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?

Esto llevaría de modo inevitable a una respuesta de tipo intelectual. Truman Capote (en la entrevista de Los perros ladran, que sirve de modelo a esta) dice que es la palabra amor. Y la señala también como la más peligrosa. Para mí, las palabras no tienen otro significado que el objeto que describen. Pero, con el propósito de intentar algo más elaborado, me quedo con la definición de Víctor Sklovsky, el padre de la escuela formalista rusa. Él mismo me dijo que, en literatura, la sangre era una metáfora. Apliquémoslo pues al amor y a cualquiera de las 195 439 acepciones del último diccionario de la RAE.

¿Y la más peligrosa?

Váyase a la respuesta anterior.

¿Alguna vez ha querido matar a alguien?

¿Qué tú crees? Pero la pregunta, como procede de las mansas aguas de la mentalidad capotiana, se queda por debajo de la expectativa. La buena sería: ¿Alguna vez ha matado a alguien?

¿Cuáles son sus tendencias políticas?

Depende la época y donde me encuentre. Lezama Lima lo definió muy bien (y con mucha valentía, ya que se encontraba en Cuba). Decía que en la integración de lo histórico se daban “sus paradojas”, y lo que nos parecería muy revolucionario hoy, después se vería como una reacción. Perfecto, ¿verdad? Otro de mis maestros soviéticos resulta igual de admonitorio. Boris Pasternak pontificó (creo que lo puedo citar textualmente) que la gran devoción heroica a un punto de vista le resultaba muy ajena y que la consideraba una falta de humildad.

Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?

El sultán del harem mencionado en una pregunta anterior.

¿Esta pregunta no reitera —así mismo— una anterior?

¿Cuáles son sus vicios principales?

¿Tú quieres que esta entrevista me cueste el divorcio, amén de una citación inmediata de la fiscalía del condado?

¿Y sus virtudes?

La lealtad. Soy de una lealtad absoluta y sin fisuras hacia mis amigos.

Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?

¿Ahogando? ¿Ahogándome dices tú? Óigame si esa es la situación, no hay forma que yo vaya a tener ninguna imagen en la cabeza. ¿Tú has estado ahogándote alguna vez? Pues yo sí. Y qué te voy a contar… Si me dices una silla eléctrica o una inyección con anestesia previa en el sistema, bueno… quizá me dé por ver las famosas imágenes e incluso la prometida luz al final del túnel. Bien pensada las cosas, doy por sentado que estaría el recuerdo de las mujercitas que dejé escapar y sobre todo aquella suegra de la que perdí innúmeras oportunidades. Bueno, dale, rápido, que todavía te quedan unas volutas de aire para consumir. Pues pensaría que, coño, ¿por qué puñetera obstinación tienen que matar a un tipo tan leal, tan lindo, tan simpático como yo? La verdad que no los entiendo. Pero tampoco esperen que los perdone.

T. M.

martes, 7 de enero de 2020


¡Felicidades,
Crochita!
¡Japiberdi!
🎈🌈🌞🍰🍸

domingo, 5 de enero de 2020

Historias de la Revolución
Pombo

El general de brigada de la reserva Harry Antonio Villegas Tamayo (Pombo) falleció, a los 81 años de edad, en la madrugada de este 29 de diciembre en La Habana, como consecuencia de una disfunción múltiple de órganos.
                                                              —Granma, 30 de diciembre de 2019.

Esto es, por lo pronto, el material sobre Harry Villegas que rescato de mi archivo. Cliquee sobre las imágenes para ampliarlas.


Un propio del general de división Raúl Menéndez Tomassevich “Tomás” al coronel Harry Villegas “Pombo”

El 27 de marzo de 1982, a bordo de un Illushin 62-M, a 12 kilómetros de altura en la noche atlántica, palpo el mensaje de Tomás, que llevo en un bolsillo. Comprendo entonces que he hallado mi destino.


26 - 3 - 82

Querido Harry:
Te hago estas dos líneas, primero para saludarte y luego para plantearte dos tiñosas.
1° Me ha extrañado que no hayas escrito para decirme cómo marcha todo lo que te pedí me resolvieras.
2° Quiero pedirte atiendas a Norberto y Ernesto que van a esa a resolver asuntos de sus respectivas especialidades, y tú puedes ayudarlos en cualquier gestión que ellos necesiten.
Por último quiero decirte que esto marcha bien y que casi está terminado el Plan de la LCB, el martes lo veré con los soviéticos y luego con los angolanos. Enviaré un ejemplar para esa.

                                                                                             Un fuerte abrazo
                                                                                                         Tu hermano
                                                                                                                   Tomás

Harry Villegas, ya se sabe, el “Pombo” de la guerrilla del Che y uno de los tres cubanos sobrevivientes de la aventura en Bolivia, es el destinatario. Pombo es miel en lengua swahili y el Che le escogió este nombre durante la campaña del Congo en la que se involucraron a mediados de los 60 y que el Che concibió como una especie de preparación para luego dislocarse en Bolivia, en lo que concebía como el inicio de una revolución continental. En 1982, con grados de coronel, Villegas actuaba como enlace del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (en La Habana) y la jefatura del llamado Cuarto Ejército de los cubanos, el contingente de internacionalistas de la isla dislocado en la República Popular de Angola.


Tiñosa. Puro argot revolucionario de la época. Tiñosa es un asunto a resolver. Algo que tú le encargas a un compañero para la búsqueda de una solución. En fin, una tarea.

Ernesto Fernández, el fotógrafo, y este autor, viajaron brevemente a La Habana para reabastecerse, principalmente de película, y tratar de mejorar el equipamiento fotográfico, que se había deteriorado con rapidez en el vivaqueo de la campaña. Y, de paso —¿por qué no?—, pasar algunos días de asueto matrimonial —o, para decirlo con la mayor compostura posible, lo que entre los combatientes cubanos se denominaba como “cambiar el aceite”. Acompañante invariable del autor en sus incursiones como corresponsal de guerra, Ernesto clasifica al nivel de un Robert Capa pero destruía cámaras en serie. Si no me creen la comparación con el sacrosanto Capa, revisen sus colecciones de fotos de la batalla de Playa Girón (Bahía de Cochinos), el Escambray, la frontera marítima cubana de los años 60, Nicaragua, Angola, para que comprueben si lo supera o no. Pero —la única queja— necesitaba un almacén de la Nikon detrás de él.

La elecebé. Las siglas de Lucha Contra Bandidos, es el término acuñado por la Revolución para llamar a las operaciones de contrainsurgencia.


Desde la izquierda: el fotógrafo Ernesto Fernández (por esta vez me toca a mí estar detrás de una de sus cámaras), el coronel Harry Villegas y un oficial de Información del que no conservo su nombre. Harry ignora sus funciones de enlace y aprovecha que hay en marcha una operación de reconocimiento en el área de Baixo-Longa para sumarse a “la fiesta”. Ya se ha agenciado un Kalashnicov y algunas provisiones. Esto es en junio o julio de 1982. Han matado cubanos al suroeste de Menongue. La campaña contra las bandas de la UNITA se calienta por día.


En el Estado Mayor cubano dislocado en Menongue, Pombo dialoga con otro emblemático oficial del empeño internacionalista: el coronel Pedro Rodríguez Peralta, el único cubano capturado en África antes de noviembre de 1975 —es decir, previo a la guerra de Angola— al caer en una emboscada de los paracaidistas portugueses el 18 de noviembre de 1969 en un paraje de Guinea Bissau. Condenados a 10 años de cárcel, cumplió cinco años en Lisboa sin que los portugueses pudiesen probar nunca la participación del Gobierno cubano en su dislocación como guerrillero al servicio del PAIGC. Liberado después de la Revolución de los Claveles en Portugal, regresó al escenario africano como asesor de la campaña de contrainsurgencia denominada Operación Olivo bajo el mando del general de división Raúl Menéndez Tomassevich. En la foto, lleva su pistola a la izquierda, debido a que su brazo derecho quedó inutilizado por el fogueo de los fusiles Galil en la emboscada donde lo capturaron. (Foto: Ernesto Fernández)


31 de diciembre de 1958, al mediodía. Harry Villegas escolta al Che Guevara mientras el reducido Estado Mayor de las fuerzas insurrectas avanza hacia el último reducto de resistencia del ejército batistiano en la ciudad de Santa Clara, el cuartel “Leoncio Vidal”. Villegas aparece detrás y por la izquierda de su adorado jefe.

Un día de junio de 1967, en un recodo de Bolivia, cercano al río Rosita. Harry Villegas aparece con Paulino Baigorria, que el Che ha decidido usar como correo. Necesita restablecer los contactos con la red urbana y decide que la tarea la cumpla el bisoño pero entusiasta campesino, sumado a la guerrilla apenas unos días antes. Villegas cumplirá la misma función pero sin ninguno de los riesgos de Paulino, cuando sirva como enlace entre el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (en Cuba)y el mando del Cuarto Ejército (el contingente internacionalista cubano en Angola), así como para trasladar correspondencia y noticias entre Gabriel García Márquez, desde La Habana, y Norberto Fuentes, en Luanda. Eventualmente, el sábado 23 de octubre de 1982, es el que —en su maletín de documentos oficiales MUY SECRETOS esposado a su mano izquierda (la derecha libre, presta a sacar la pistola)— me lleva el prólogo que Gabo ha escrito para mi libro Hemingway en Cuba.


Retrato del capitán cubano Harry Villegas —“Pombo” en la guerrilla del Congo y ahora en Bolivia— dibujado por Ciro Bustos. Una guerrilla de lujo, como puede comprobarse. Vivaquea con sus propios artistas. Cargan además con un filósofo: Regis Debray, importado desde Francia. Cierto que al final serán una banda de facinerosos capturados, o diezmados, o acribillados, o ahogados, y tirados al abandono, desde La Habana, por Fidel Castro. Por lo pronto, no obstante, posan.


Pombo y el comandante cubano Antonio Sánchez Díaz —“Pinares” en la guerrilla fidelista de la Sierra Maestra y “Marcos” en esta de Bolivia— muerto en Peña Colorada el 2 de julio de 1967.
La guerrilla se dirige a un paraje boliviano llamado Alto Seco. Hacen un alto y miran a cámara. Desde la izquierda, con sus nombres de identificación regular en la campaña: Rubén, Darío, León, Camba, Urbano, Coco, Aniceto, Benigno, el guía Paulino Baiogorria, Chapaco, Willy, Pacho y Pombo. Obsérvese la prudente distancia de cerca de 3 metros que Pombo gana del resto del grupo. Casualidad o valoración estratégica de la situación operativa, pero por sobre todas las cosas un juicioso aprendizaje de las mañas guerrilleras, donde la diferencia entre la vida y la muerte depende de tu capacidad de respuesta individual.

Lluvia de volantes sobre la zona de Mataral – Comarapa.

 







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Apuntes Casa Uno Luanda 1982

POMBO /// Mulato corajudo. Artífice de las ráfagas cortas con la carabina M-2. Atravesó a pie la cordillera de los Andes desde la Quebrada del Yuro, en Bolivia, cuando vio desde “un altico” que al Argentino lo habían capturado. Dijo: “vamos echando, que aquí no hay más nada que hacer”. Terminó en la frontera de Chile. Habla, apacible. “Nos infiltramos en un campamento. De noche. El resplandor de una fogata. Yo estaba muy cansado. Me senté en un tocón y cuando Urbano y Benigno iniciaron el fogueo a quemarropa y los soldaditos sorprendidos corrían de un lado al otro y soltaban las cacharras del rancho y tropezaban entre ellos, yo empecé a disparar a mi alrededor, pero sin levantarme del tocón y los iba tumbando y los veía cruzar en derredor de la fogata como si fueran sombras a contraluz de un relampagueo, sombras que iban cayendo, dobladas.” Harry Villegas era Pombo; Leonardo Tamayo era Urbano; Dariel Alarcón era Benigno. Descendiendo de la nave de Aeroflot en La Habana el 6 de marzo de 1968, luego de un recorrido que los llevó desde Santiago-Isla de Pascua-Tahiti-Sidney-Singapur-Atenas-París-Praga-Moscú y por fin aquella losa de La Habana. Fidel los esperaba al pie de la escalerilla y luego de los correspondientes abrazos, los amonestó: “Desde que llegaron a Chile no han hecho otra cosa que hablar.” Entonces unas palmadas en las espaldas. “No se preocupen. Tranquilos. Yo los entiendo.”


Sobre las dos fotografías de Harry Villegas y sus compañeros en Angola durante la Operación Olivo: Copyright © 1982, 2020 by Ernesto Fernández. Prohibida terminantemente su reproducción.