El escritor chileno Antonio Skármeta ocupa el flanco izquierdo del Comandante. Norberto Fuentes, el derecho. Noche del viernes 3 de febrero de 1984 en el Palacio de la Revolución. Los dos escritores han servido como jurados de la edición del concurso Casa de las Américas. El Comandante, como es su costumbre de todos los años, ha ordenado una recepción oficial para festejar el evento. Esta noche, además, los dos cubanos de la foto hacen las paces. Era un diferendo que arrastraban desde la publicación en 1968 de Condenados de Condado. Skármeta, por su parte, no tenía problemas. Se ganó el premio en el 69, al año siguiente del cubano, con su colección de cuentos Desnudo en el tejado. El tema inicial de la conversación, antes de la foto, había sido Hemingway. El Comandante no tenía nada que aportar a la experiencia de andar en pelotas por los techos de Chile. Pero le dijo al cubano que tenía la copia mecanografiada de su libro de Hemingway, aunque no lo había leído. En cuanto al chileno, Fidel tuvo la elegancia de callar el entusiasmo que le causaba la chica alemana con la que Skármeta aterrizó en La Habana. Una chica de muy buen ver, con una espectacular geometría de la cintura para arriba, por lo que la tropa cubana dio en llamarla «La Teutónica», muy a propósito de las ancestrales tribus de su región de origen. El Comandante no le quitaba los ojos de encima. Meses después, cuando el escritor cubano se encontró con Skármeta en la Feria del Libro de Frankfurt, el chileno parecía hallarse aún bajo el embrujo del encuentro con Fidel. Repitió varias veces: «¡Qué hermosa noche aquella! Inolvidable.» Ninguno de los dos mencionamos a La Teutónica. Ahora el cubano no sabe —luego de todo lo que ha llovido—, hasta dónde aquella noche se mantuvo para Skármeta en la categoría de inolvidable. Para el cubano, debe reconocerlo, fue además una noche afortunada. Tres días después, el lunes 6 de febrero, hacia las 7 de la noche, Fidel lo estaba llamando a su casa, él personalmente, para decirle que se había leído el libro, un mamotreto de más de 800 cuartillas largas a dos espacios, y que si podía ir a verlo a su despacho en el Palacio de la Revolución. El cubano cree que nadie se ha puesto tan rápido con un Lada 1500-S entre el edificio donde él vivía, un edificio en la desembocadura del río Almendares, y la primera garita de acceso a Palacio. Amén de que estuvieron solos en su despacho —y quizá por no haber interferencias teutónicas— esta segunda conversación le produjo material suficiente para una entrevista que publicada primero en la revista Bohemia como avance del libro tuvo amplia cobertura internacional. Regresando a Skármeta y a lo que se supone que sea una dolida nota por su fallecimiento. Ocurre que el recuerdo esencial del cubano sobre su amigo chileno tiene carácter de guasa. Es un cuento que él mismo Antonio Skármeta hizo. Se trataba de que había conseguido que una prestigiosa compañía publicitaria de Santiago lo pusiera a prueba para decidir si le daba empleo. La Coca-Cola de Chile acababa de sacar al mercado una soda de base de limón llamada Sprite. Le dieron el clásico paquetito de seis latas a Skármeta y le dijeron que se fuera a la casa, probara el refresco y regresara al otro día con un eslogan. El Skármeta que regresó al otro día a la oficina de publicidad irradiaba una felicidad solo comparable a la de Einstein luego de dar con las claves de la teoría de la relatividad. «¡Lo tengo!», dijo, convencido. Entonces, como si estuviera mirando a cámara y enarbolando la latica que había dejado sin abrir, dijo:
¡Sprite, amarguito como la vida!
¿Debemos agregar que no necesitó más razones para orientarse en la búsqueda de nuevos rumbos ocupacionales en disciplinas menos exigentes? ¿Quizá la literatura? ¿La academia?