jueves, 30 de mayo de 2019

La historia no contada de "Ernesto"

Respuesta a una editora en solicitud de información sobre Ernesto. The Untold Story of Hemingway in Revolutionary Cuba (Melville House, 2019) de Andrew Feldman. La publicidad en línea de la editorial y la nota de solapa anuncian que su autor es el primer americano aceptado como investigador in residence de la Finca Vigía y que allí tuvo un acceso sin precedentes a los archivos durante dos años.

[14 de febrero de 2017]

Querida Emma,

… y te voy a escribir en español, pera poder ir más rápido. Yo no conozco este libro de Feldman. Pero de cualquier manera llega con casi 40 años de retraso. Yo terminé el mío a finales de los 70 y las dos primeras ediciones se publicaron en 1984. En un párrafo de la edición en español (los gringos lo eliminaron en su edición) yo aventuré lo siguiente:

La biblioteca de Finca Vigía está necesitada de un estudio minucioso desde hace 20 años. Algunos escritores y críticos han comprendido esto. Cada vez que las relaciones entre Cuba y Estados Unidos experimentan cierta mejoría, una de las primeras cosas que aparecen en el horizonte son los investigadores norteamericanos que reclaman instalarse en Finca Vigía. Desaparecen cuando los nexos vuelven a entrar en crisis.

Satisfecha mi vanidad de visionario, te agrego lo siguiente y de esto puedes tener la más absoluta seguridad: después de que Ernest Hemingway partiera de esta estancia por última vez en la mañana del 25 de julio de 1960, el otro escritor que se posesionó de la Finca Vigía y se instalara (hipotéticamente hablando, y no tan hipotéticamente) bajo su techo —y durante 7 largos años— fue Norberto Fuentes. Entré allí por primera vez investido con todos los poderes que me dio la Revolución, creo que el 30 de julio de 1975. La estancia estaba inmaculada, más o menos como la habían dejado los Hemingway. Y te puedes imaginar que no dejé libreros, gavetas, libros, rescoldos, debajo de los muebles, detrás de los cuadros, bajo los cojines, sin escudriñar, sin revisar, sin toquetear, sin manosear, sin oler, y, lo más importante de todo, sin transcribir, apropiarme o fotocopiar para usar en mi libro sobre la presencia de Hemingway en Cuba.

Todo eso, junto con los testimonios de sus vecinos y amigos y las crónicas de mis viajes por los escenarios costeros de la aventura hemingwayana en la isla fue el material invertido en mi libro. El resultado final, querida Emma, es que no dejé nada para nadie. Tierra arrasada, como aprendí del ejército de Kutusov ante el avance de Napoleón. Ten esa seguridad, Emmita. No importa que tú seas el primero o el último de los investigadores autorizados a husmear en la Finca. Porque no podrás sacar nada nuevo, relevante, sensacional, que ya no haya aparecido, hace muchos, muchos años, en Hemingway in Cuba. Y esto es algo que me complacería restregarle en el hocico a Feldman y a cualquiera de sus editores, como ya lo hice además con The New York Times y con la biblioteca John F. Kennedy.

En fin, que no tienen manera de sacarle jugo a una piedra que se secó en el siglo pasado. La sequé yo mismo, queridos amiguitos. Sorry.

*     *     *

PS (para este blog): Después que un amigo me mandó el libro de Feldman y de emplear en su lectura las últimas horas, me ha sido fácil descubrir las huellas de la copia o del aprendizaje página por página de mi Hemingway en Cuba. Eludo el término plagio porque puede tomarse como una señal de admiración, o para no incurrir en la generosidad de Jorge Luis Borges en su referencia a Macedonio Fernández: “Lo imité —dijo— hasta el apasionado y devoto plagio.” En fin, que para montarse en los raíles de mi trabajo, Feldman pudo ahorrarse el viaje a Cuba. Le bastaba con conseguirse una copia de uso en Amazon (el precio es razonable) de cualquiera de las versiones en inglés o español (mucho más completa la española) y sentarse en su casa a reescribir mi libro en sus términos y gusto.     
(29/5/19)

El miniposter plegable en el reverso de cubierta de la
cuarta edición cubana de Hemingway en Cuba
(Letras Cubanas, La Habana, 1986).
Foto: Roberto Herrera Sotolongo.
Concepto: N. Fuentes.

jueves, 23 de mayo de 2019

lunes, 20 de mayo de 2019

La cuenta regresiva


Escribo esto el 20 de mayo de 2019. Faltan 25 días para que Patricio de la Guardia extinga una condena de 30 años de prisión. Era el 12 de junio de 1989 y estaba celebrando su cumpleaños en la casa del teniente coronel Michael Montañez “Maico”, uno de sus más cercanos colaboradores. Cumpliría 51 al día siguiente. Hacia las 9 de la noche vino a buscarlo el coronel Filiberto Castiñeira “Felo”, un ayudante del general de división Pascual Martínez Gil. “El jefe quiere verte, Patri.” Desde que entró en el Lada y se sentó en el asiento trasero ya estaba preso pero no lo sabía. Felo tampoco lo sabía. Al timón iba Lomba, el chofer de Pascual. “¿Qué es lo que quiere el jefe, Felo?”, preguntó Patricio. “No sé, Patri. Me imagino que algún regalo por tu cumpleaños.” Esta respuesta, hasta el día de hoy, ha mantenido su carga de despiadada ironía en la conciencia de Felo, que la emitió en estado de absoluta ignorancia respecto a los hechos que se precipitaban. Pero cuando arribaron al despacho de Pascual en el edificio “A” del Ministerio del Interior y le cedió el paso a Patricio para que se presentara ante el jefe, lo comprendió todo. Adentro, logró atisbarlo, también se encontraban cuatro o cinco mastodontes de Operaciones, la gente de “Villa” —el centro de instrucción asentado en Villa Marista, los antiguos planteles de los Hermanos Marista en La Habana. Desde ese momento y hora, según todas las normas jurídicas internacionales, debe contarse su tiempo a cumplir tras los barrotes o donde quiera que se le someta al control policíaco. Patricio ha cumplido “de campana a campana” —como decimos los cubanos— esos 30 años. El mismo tiempo que marca la existencia de una generación y el mismo, por ejemplo, que le bastó al emperador Akihito para reinar durante la era Hesei. Ahora viene la prueba de fuego, no para Patricio, sino para el Gobierno cubano, y particularmente para Raúl Castro, que finalmente tendrá que decidir. El hecho es que Patricio ha vivido mucho más de lo que ellos calcularon. Llegará a los 81 el próximo 13 de junio. Estemos alertas. Porque en apenas 25 días se define algo más que un destino.

jueves, 16 de mayo de 2019

El risotto de la madrugada

Por Rui Ferreira

Ni risotto ni Roma. Desayuno gringo en un Aijop de la Avenida 42 de Miami.
Un domingo de marzo de 2007. Desde la izquierda: Guillermo Cowley “Willy”,
un excapitán de las Tropas Especiales cubanas; Omero Ciai, el
veterano corresponsal italiano; Norberto Fuentes, propietario de este blog;
y Rui Ferreira “El Portugués”, que se presta a colaborar con el siguiente texto.

Hace 10 años por estos días estaba durmiendo en casa de mi amigo Omero, en el Trantevere romano, cuando escuché un ruido en la cocina. Ruidos de cacerolas. Eran casi las cuatro de la mañana. Quien será, me dije, ¿serán fantasmas, será gente... ladrones?

No. Era Omero cocinando en calzoncillos, con un cigarro en la comisura del labio y la ceniza regada por todos lados, incluyendo la sartén en la cual preparaba un Risotto ai funghi. Y no parecía dormido, estaba bien despierto atento a cada detalle. El asunto, como diría mi amigo Benito, es que cocinar de madrugada relaja bastante. Omero es periodista como yo y en este viaje a Roma me enseñó el truco de cocinar de madrugada: hacer cosas sencillas pero que tarde su tiempo, que sean un poco laboriosas para darle a uno la oportunidad de pensar en el día de trabajo que ha terminado.

Cocinar, me explicó Omero, te relaja de todo lo que puedas hacer, olvídate del ordenador, la televisión hasta un libro. Aquí estás tú solo contra el plato, recuerdo que me dijo. La receta era sencilla y él la preparaba con mucha habilidad, romano al fin y al cabo. Aquí la clave es el vino blanco, el caldo y el arroz, me enseñó. La cocina de Omero es la ideal para cocinar Au Clair de la Lune. Resulta que su padre era pintor y forró parte del techo de la casa con tejas transparentes para que la luz reflejara mejor los colores y tonalidades de las acuarelas. En noches de luna llena la luz eléctrica puede llegar a ser superflua.

De modo que Omero cocinaba bajo las estrellas y allí nos quedamos nosotros conversando de nuestras vidas, el rumbo de la cosas y qué nos puede deparar la vida. Yo estuve 10 días en su casa, todas las noches había clases de culinaria de madrugada – Silvia, la mujer de Omero se iba a la cama y nos dejaba solos – y yo iba aprendiendo que a los espaguetis no se les echa aceite, que las lascas de pasta para la lasaña deben estar debidamente cuadradas y montadas en intervalos regulares. Fue una de esas noches que me enteré, por ejemplo, que la salsa Alfredo no es italiana, sino un invento de los inmigrantes en Estados Unidos, algo así como el arroz frito con carne de puerco que hacen por acá. En Beijing lo miran a uno con mala cara si uno se atreve a sugerir semejante herejía. De hacerlo, un chino es capaz de soltarle a uno una mirada cargada de maldiciones que se remontan a la dinastía Ming.

Aprendí con él también la cuestión de los vinos. Cuando era chico mi abuelo me decía que los vinos portugueses eran los mejores del mundo. Cuando comencé a viajar por este mundo me di cuenta que los abuelos también se equivocan. Las cosas hay que verlas en su perspectiva. Existe el error, me explicó Omero, de creer que la pizza y el espagueti se acompañan con vino blanco. De hecho los dos platos se deben comer con vino tinto, el blanco se usa más para la pizza “blanca”, que no lleva tomate sino queso mozarella. En Italia hay muchos vinos y todos son buenos (malos son los griegos, en serio, los he probado) aunque Omero a las cuatro de la mañana cocinando su risotto aconseja el Barolo, de Piamonte. Me explicó que es un vino que se puede guardar durante muchos años, prácticamente no muere y tiene un paladar que no es ni dulce ni seco. “Algo en el medio”, repetía. “Pero suave”. Me perdonan los escépticos, pero Omero es del Lazio, testarudo, habrá que creerle entonces.

Y en eso pasábamos horas, cocinando, aprendiendo y conversando. Una vez nos enfrascamos en una discusión sobre el Borgoña. No se si han probado este vino francés pero es buenísimo. Una noche Omero no vino a cenar a casa y yo decidí meter mano a una botella de Borgoña sin contar con él. Cuando se enteró salió a relucir su costilla del Lazio. La voz tronó por los cimientos levantados, quizá, en los tiempos de Marco Aurelio. El papa seguro que se despertó en el Vaticano. Pero hasta el día de hoy no entendí qué más le costó, si hubiera tomado la botella sin él o que la hubiera escogido. Nunca más toqué en ninguna botella de la casa.

Omero no está bien. No sé si volveremos a cocinar algo de nuevo durante la madrugada. Pero yo si lo voy hacer, porque como los periodistas son muy parecidos a los taxistas, es ya un hábito regresar de madrugada a casa tras una noche manejando Uber y ponerme a cocinar porque realmente relaja. Y mientras lo hago voy “conversando” con Omero.

Antes de irme: Lo que no les he contado es que aquella noche una vez terminado de hacer el risotto, Omero lo mandó directo para el refrigerador. Ese es el secreto del cocinar de madrugada. Es solo para relajar, no para comer. Comer sería un sacrilegio. Además mañana seguro que sabe mejor. Basta calentarlo con una gotica de aceite.