Promoción para (un socio y amigo de) mi mismo
En esa bendita Habana donde yo lo conocí —como proclama un popular guaguancó que creo se titula El vive bien—, porque fue justo en esa Habana de los sesenta, todavía una ciudad puta como la calificó Guillermo Cabrera Infante, aunque ya una puta que amaga la tristeza de estar a punto de perder a su chulo, una puta más bien desconcertada porque no entiende mucho el alboroto que hay armado a su alrededor, pero de todos modos siempre una puta bendita, donde yo conocí a Luis Agüero, autor emérito como dirían nuestros clásicos de una novela muy jodedora titulada La vida en dos, que desde hace unos días se vende en amazon.com al módico precio de diez dólares el ejemplar (aunque usted puede adquirir todos los que le dé la gana). Promoción para (un socio y amigo de) mi mismo, alas Norman Mailer.
Así que cumplido el comercial, que en definitiva es el legítimo sentido de esta nota, me veo en la obligación de afirmar que por esa época Luis y yo —rectifico: yo y Luis, tengo que ser muy justo— éramos los mejores periodistas de Cuba —rectifico otra vez: Cuba en cursivas, la revista Cuba—, pero ya estábamos convencidos también de que al menos escribiríamos una obra maestra literaria cada uno. Luis casi lo logró con La vida en dos. Algún tiempo después yo lo conseguí del todo con Condenados de Condado. A causa de eso, sin duda, siempre los dos, nosotros, nos quisimos tanto; a pesar de que algunos muchachitos y muchachitas —ahora más ancianitos y ancianitas que nosotros mismos, siempre en la flor de la juventud— consideraran que sobreestimábamos nuestros reales talentos, que ambos desde entonces y todavía en la actualidad hemos calificado mutuamente de sencillamente encojonaos. Nosotros, como diría Truman Capote, podemos coger en nuestras manos un montón de palabras, lanzarlas al viento y todas van a caer en el lugar adecuado.
Cuando me leí la historia de la putísima Bebita Alvarado con sus tres pretendientes oligofrénicos intentando desvirgarla —que es la trama central de La vida en dos, pero no la única—, experimenté una rara sensación de sorpresa, encabronamiento y admiración: ¿cómo hizo este cabrón para escribir un libro así con esos condimentos tan desabridos?... En la presentación de la edición original de la novela (1967), Edmundo Desnoes dice algo parecido a que Luis logró aportarle la categoría de mito a las mezquinas anécdotas de un pueblo de campo. No sé. Edmundo era, y creo que todavía lo es, un intelectual, alguien que maneja a la perfección las intríngulis de la crítica, del andamiaje teórico capaz de poner de manifiesto la excelencia o no de una pieza literaria. Yo no sirvo para eso. Lo único que puedo afirmar es que, según creo, la literatura y el arte en general es como un gran acto de prestidigitación, un truco sublime, una suerte de mágica epifanía que transfigura lo que no es en lo que es, o todo lo contrario. Por ahí estimo que andan los tiros con La vida en dos.
De todos modos, mi confusión era tal en ese momento que, tal vez porque siempre me ha gustado joder a mis mejores amigos, la emprendí con vengarme de Luis en esa bendita Habana de finales de los sesenta, donde yo montaba en guagua y él rodaba un Chevrolet Bel Air convertible, pero donde ambos teníamos teléfonos, lo que me hacía posible llamarlo a la una, las dos o las tres de la mañana para decirle con el mismo tono a la Humprhey Bogart que uno de los personajes de su novela utilizaba para llamar a Bebita: “Soy Feo Orbay, me cago en el coño de tu madre”. Luis siempre me respondía lo mismo: “Gracias, Norberto, creo que te gustó mi libro. Y de paso también me cago en el recontracoño de la tuya… con perdón de Estrella, que es una santa”. Jamás, al día siguiente, cuando nos veíamos en la revista Cuba o en cualquier otro sitio, hicimos mención de la amable charla telefónica.
Así era en esos tiempos, cuando yo conocí a mi socio y amigo Luis Agüero en esa bendita Habana donde vio la luz por primera vez La vida en dos.