viernes, 2 de octubre de 2015
Más fuerte que la sangre
Fue una especie de golpe de estado a largo plazo. Muy lento en su despliegue. Necesitó del transcurso de 56 años, 4 meses y 29 días para que consolidara sus objetivos y que alguien pudiera declararse finalmente vencedor.
Paradójicamente, ese es un tiempo enmarcado por los dos únicos viajes de Raúl Castro a territorio enemigo. El primero, cuando aterriza en Houston, Texas, el 28 de abril de 1959, que es revelador de un fracaso suyo. Y el del pasado jueves 24 de septiembre, cuando su Illushin presidencial pega el tren de aterrizaje en Nueva York, que reivindica, sin fisuras, su triunfo final.
Aquella tarde de abril de 1959, Fidel volaba desde Montreal, Canadá, hasta Houston, en posesión de la información de que Raúl estaba efectuando unos extraños movimientos en La Habana. Ya conocía algunos de sus barruntos antes del viaje, pero la información que logra reunir con posterioridad es concluyente. Raúl y el Che temían que Fidel —oigan esto— cayera en la tentación de ponerse de acuerdo con los americanos durante el viaje o podía hacer concesiones que pusieran en dudas los objetivos legítimos de la Revolución. Y lo estaban presionando a través de mensajes para que volviera a Cuba el primero de Mayo y anunciara un viraje al socialismo durante el desfile ese día. Y Fidel, por supuesto, consideraba que eso era prematuro y más que prematuro: suicida. Por eso, sin pasar por La Habana, había optado por irse a la reunión económica de Buenos Aires, sobre la cual Regino Boti, uno de sus sacrosantos economistas, le había dado un briefing —aprendió la palabreja inglesa en ese viaje y todavía hoy le place utilizarla. Desde el mismo avión le mandó un mensaje a Raúl para que se reuniera con él en Houston. Tenían cosas muy serias que hablar.
En Houston, los hospedaron en el Sahamrock, recién inaugurado. Le asignaron el penthouse. Raúl vino con su mujer, Vilma Espín, y el comandante Manuel Piñeiro “Barbarroja” y unos guardaespaldas. Se reunió a solas con Fidel en su habitación, pero igual hubiesen podido reunirse en medio de la calle porque, cuentan los testigos, los gritos —los de Fidel— se podían oír por todo el hotel. También, se supone, se escucharon algunos de Raúl, aunque proferidos éstos en decibeles mucho más tenues. Uno de los gritos más nítidos era la acusación mutua de hijos de puta, en lo cual “ambos hermanos tenían la razón”, según testimonio de Ernesto Betancourt, otro de los economistas acompañantes y luego pasado al bando contrarrevolucionario. Todavía hasta hace poco, cuando estaba para el paso y se calentaba con algún coñacito y tenía a Raúl cerca y le parecía que la mejor forma de acompañar su Napoleón era burlarse de su hermano menor, Fidel le decía: “Cojones, Raúl, pero qué sentido de la oportunidad más atrofiado tú tienes.” Estas son —deben suponerlo— versiones atemperadas por el tiempo transcurrido de su barrage de insultos y gritos en el Sahamrock de Houston. Embromarlo con una repetición en tono más suave de lo que le gritaba en aquel hotel. “¿Tú te imaginas el regalo que le hubiésemos hecho a nuestros enemigos de haber declarado, como tú querías, al quinto mes de la Revolución, su carácter comunista?”
De manera que, cuando Raúl Castro aterriza en Nueva York el pasado jueves, para asistir al 70 Aniversario de la ONU, tiene que haberse sentido muy complacido consigo mismo, sobre todo en cuanto a sus mañas y estratagemas aprendidas en los últimos 50 años para tratar con los americanos y los resultados palpables: audiencias con el presidente Barak Obama, y con el ex Bill Clinton, que no da un rodea del tamaño de un estadio de futbol como le hizo a su hermano Fidel sino que lo cita en un lujoso hotel de la ciudad y estrecha su mano conmovedoramente amén de hacerlo posar juntos para un foto-op. Si Fidel acertaba en su apreciación de que Raúl en determinadas circunstancias no sabía moverse adecuadamente con las oportunidades, él, a su vez, no vislumbraba los límites de su propia personalidad y las capacidades de las de Raúl. Y si Fidel era el arrebato, Raúl era la prudencia; y donde Fidel era el espectáculo, Raúl era el silencio. Puede decirse de este modo que Raúl tuvo más tiempo libre para entrenarse.
Sabemos, en fin, que la idea de la muerte no cabe claramente en la conceptualización de los hombres que son dioses como Fidel Castro. Pero, pasados los 80 años de edad, Raúl manda un mensaje muy simple a los americanos: Este es el momento de negociar, porque una nueva generación tomará el poder de Cuba en dos o tres años, y para ese momento a ustedes les conviene estar aquí ya, si no quieren perder otra vez.
Que el sistema digestivo destruyera la salud de Fidel y que los americanos se dispusieran a escuchar las ofertas de Raúl, fueron los ingredientes finales del cocido. Pero la dialéctica de la traición implícita, primero ante la sospecha de que su hermano negociara con los americanos, y ahora para ser él quien lo haga, merece eventualmente una explicación.