El 31 de agosto de 1986, luego de un interminable viaje de 17 horas desde La Habana, con escala en Islas de Sal, frente a Cabo Verde, Fidel Castro llegó a Harare (Zimbabwe) para participar en la conferencia cumbre de los países no alineados. Se instaló en el chalet de las afueras de esta ciudad que le habían adquirido y preparado los especialistas del Ministerio del Interior y que luego serviría como residencia permanente del embajador cubano. Había un jardincito amurallado contiguo a la puerta principal y el chalet era remoto y el mediodía sin sobresaltos cuando Fidel salió al patiecito desde adentro de la casa, enfundado con una bata de casa morada, que le caía hasta los tobillos, y pantuflas. Comenzó a dar unos pasos, las manos en los bolsillos de la bata, cuando advirtió la presencia de una docena de sus colaboradores arremolinados en el parqueo contiguo a la muralla y regresó a la casa. Entonces el que salió al patio fue el coronel Joseíto —José Delgado— el jefe de su escolta, que se viró hacia el grupo y dijo, en un auténtico tono de súplica: “Caballeros, coño, salgan de esa entrada y no miren más para acá, para que él se crea que está solo.” En todo el transcurso de mi experiencia cerca o junto a Fidel, éste lo tengo registrado como el momento más patético. Demasiado inteligente para saber que su soledad era un imposible, parecía contentarse con la creencia de una ilusión. No obstante —y eso quedaba por descontado— era una soledad que se garantizaba por el despliegue de una compañía reforzada de los rangers de Tropas Especiales traída desde La Habana para la ocasión y armada hasta con cohetes antiaéreos portátiles.
Implícito en la escena, ese cierto patetismo —término que no empleo peyorativamente—, es debidamente revelador de una personalidad en permanente lucha por asegurarse un perímetro de intimidad y hacerlo inviolable. Esto se expresaba, más bien se justificaba ideológicamente, de muchas maneras y ofrecía además unos dividendos inesperados. La idea, en palabras del mismo Fidel, era que no debía mezclar su vida personal con la política. En ese caso, por decantación, nada mejor que su guardia pretoriana para trazar y defender la frontera. Era donde hacía acto de presencia su verdadera preocupación: disponer del mejor servicio de escolta del mundo. Idea y escolta que luego le sirvieron (lógico) para darse la gran vida en francachelas con el empleo de sus misteriosas casas de seguridad o, como ocurrió en una época, para eludir la persecución constante que Celia Sánchez —su compañera de guerrilla en la Sierra Maestra— le montó por toda Cuba cuando supo de los devaneos amorosos de Fidel con Dalia Soto del Valle.
En lo tocante a su familia, vale contarlo, este concepto de reducto fortificado resultó defendido aún con mayor encarnizamiento. Estoy hablando de la familia verdadera, de esta señora, su mujer, Dalia, y de los cinco hijos tenidos con ella, en orden decreciente: Alex, Alexis, Alejandro, Antonio y Ángel. De vez en cuando, en los últimos tiempos, surgían algunas fotos de la intimidad familiar y se publican fuera de Cuba pero la explicación del establecimiento sobre estas filtraciones es de resignación: normal que ocurriera porque cada uno de los muchachos había crecido y han cogido su rumbo. No los podían tener siempre bajo protección del feudo. En realidad, bien mirada las cosas, pese a las escasas fotos publicadas en revistas de chismes fuera de Cuba, fue un triunfo del servicio de Seguridad Personal, porque hasta la mayoría de edad nunca hubo acceso ni siquiera a la imagen de los jovencitos.
Todo partía en su origen de un criterio elaborado por Fidel —que era político (aunque él quisiera revertirlo como un asunto de seguridad)— y, en sus propias palabras, muchas veces vertidas en el círculo más estrecho de sus amigos, es el de no contaminar a su familia con el resto de sus subordinados.
Y no era solo para el vulgo. Ni siquiera Raúl Castro había tenido acceso a esa familia y sus predios durante mucho tiempo. Raúl se volvió loco de alegría el día que su hijo Alejandro, ya con más de 20 años de edad, vino a conocer finalmente a un par de sus primos, dos de los hijos de Fidel, de forma casual en una fiesta. Fue una ocasión de exaltación para el general de Ejército y jefe de las Fuerzas Armadas (y actual Presidente de la República), al enterarse, y llamó a los subordinados que tuvo a la mano y mandó a buscar vodka para brindar por el encuentro. Y no solo el contacto de unos primos. El acceso de Raúl y sus familiares, al igual que el de cualquier otro ciudadano, a la piscina térmica bajo techo de la afamada clínica CIMEQ, estaba prohibido cuando Dalia la iba a usar.
Las explicaciones para la conducta de Fidel y para el manto de protección en el que hacía vivir a su familia pudieron ser múltiples pero el argumento básico terminaba inexorablemente en la CIA. Claro, ésa era también una explicación externa. Y yo diría —producto de mis observaciones “at close range” del personaje—, que las razones pueden ser tan íntimas como las que reveló el coronel Joseíto aquella mañana de Harare. Sentirse solo. (Aunque ya debe ser muy tarde para que revierta el curso.) Así pues, hasta ahora, lo que hemos tenido es a un hombre que emite señales de distracción de manera constante, metódica. En fin, un hombre revestido de una coraza de enigmas y que contaba con el apoyo de todo el aparato represivo de un Estado para lograr su objetivo. Un objetivo que ahora, con el paso del tiempo, y en el momento que cumple 90 años, se no presenta difuso, enrarecido. ¿Hacia dónde iba? O, peor aún, ¿hacia dónde nos llevaba? 90 años, por Dios. Si descontamos los primeros, invertidos en la bucólica infancia del hijo de un terrateniente y su necesaria educación y de campeón de baloncesto bajo la égida de los jesuitas, el resto, más 70 años, desde que comenzó su fogueo de político y pistolero en la Universidad de La Habana, hasta que se ganó su puesto como el último líder del movimiento comunista internacional, lo que nos arroja es un gigante que se nos escapa al otro lado de cortinas de humo, engañifas, maniobras de ocultamiento y cotos cerrados. Curioso que este hombre al que todos nosotros, sus contemporáneos, en algún momento veneramos, y hasta amamos, sea todavía un enigma y que al final lo único que nos vaya a dejar de él sea una abstracción.
Publicado como “I novant´anni di solitudine dell´ultimo comunista” en La Repubblica.