Yo soy Fidel (el título en español) de Francesco Comello y Barbara Tutino acaba de aparecer en Italia, publicado por Cantagalli. Tiene las fotografías de Francesco de la procesión fúnebre de Fidel y su ensayo “L´ultimo saluto”, la crónica de Bárbara “Viaggio a Cuba”, fotos de la colección de Saverio Tutino, cartas de Saverio a su hija de 1967 y 1968 desde Cuba y un ensayo mío sobre Saverio: “Il commissario politico della 76ª Brigata Garibaldi”.
Un fragmento del original en español de mi colaboración “El comisario político de la 76ª Brigada Garibaldi”.
Creo que Fidel y yo teníamos los mismos sentimientos hacia el viejo combatiente. Incluso, Fidel, pese a las desavenencias creadas posteriormente por el caso Padilla. Era, indudablemente, un compañero. Nunca paternal. Convencido. Altivo. Preguntón. Su empate conmigo ocurre por un reportaje que leyó en Granma. La amistad que nos profesábamos tenía ese origen, digamos, de oficio. Diríase más bien de sangre. Como los indios americanos cuando sellan su amistad pasándose un cuchillo por las muñecas y oprimiendo las dos heridas. La historia es que, apenas con unas semanas en Cuba como corresponsal residente de L´Unità, leyó en su habitación del Hotel Capri un reportaje en Granma donde se contaba que en el Escambray una tropa en operaciones era animada al combate por una canción de los partisanos italianos. Los alumnos de la escuela de magisterio de Topes de Collantes, desde un edificio en lo alto de las montañas, organizaron un coro que le cantaba a los combatientes de Lucha Contra Bandidos que, a poca distancia de la escuela, tenía cercado al peligroso cabecilla contrarrevolucionario Chano Ibáñez y su gente. La canción que repitieron durante todo el tiempo de duración del cerco —10 días según mis notas— yo, el cronista, la llamaba Abelachau, lo cual era un error porque se trataba de un empleo arbitrario de la fonética de Bella Ciao. Por esa época nosotros importábamos todas las canciones que se pudieran utilizar en los momentos de euforia revolucionaria, es decir, casi todos los días, en marchas, nacionalizaciones, discursos de Fidel (mientras más interminables, mejor), trabajos voluntarios, entrenamientos de combate, montarse en los camiones para irse a matar mercenarios (o a que ellos te mataran) en Bahía de Cochinos o en unas especies de guateques revolucionarios durante la Crisis de Octubre de 1962 mientras esperábamos el Armagedón nuclear. A falta de una música de tal utilidad de los compositores cubanos, debíamos acudir sobre todo a la Guerra Civil Española. Ese pobre Francisco Franco, nunca se han cantado tantos vituperios en contra suya como en los primeros años de la Revolución Cubana. Ay, la mujer de Franco / Bum barabum barum bam bá / Ay, la mujer de Franco / Bum barabum barum bam bá / No cocina con carbón / Ay, Carmela / Ay, Carmela / No cocina con carbón / Ay, Carmela / Ay, Carmela / (Coge un aire) / Y cocina con los tarros / Bum barabum barum bam bá / Y cocina con los tarros / Bum barabum barum bam bá / De su marido el traidor / Ay, Carmela / Ay, Carmela / De su marido el traidor /Ay, Carmela / Ay, Carmela. (Coge un aire.) Lo que nos gustaba, sobre todo, era el ¡Bum barabum barum bam bá! Ni qué decirlo. Parecía una guerra contra la falange y no contra los yanquis. El Quinto Regimiento era otra. Aguerrida. Romanticona. En la ciudad de Madrid y en el patio de un convento. En la ciudad de Madrid y en el patio de un convento. El Partido Comunista fundó el Quinto Regimiento. Con el Quinto Quinto Quinto. Con el Quinto Regimiento. Se va lo mejor de España, la flor más roja del pueblo. Y nos sabíamos la traducción completa de “La Internacional” (todavía me la sé de memoria y todavía es capaz de emocionarme hasta las lágrimas) y a la preciosa “Bella Ciao” de los partisanos y, si acaso, una versión tarareada de Katiuska. Las guarachas y el mambo y el chachachá no se ajustaban al tipo de actividad que desplegábamos. De modo que el domingo 6 de febrero de 1966, a los pocos días de desempacar en Cuba, al abrir un periódico Granma que le llevaron a la puerta de su habitación, con el carrito del desayuno, Saverio Tutino vio el suplemento tamaño tabloide del periódico, llamado Revista del Granma, con una fotografía desplegada en la portada, donde dominaban los tonos ocres de la impresión en rotograbado, de unos militares cubanos que, evidentemente, rastrillaban un monte en las montañas. El viejo guerrero no titubeó un instante en concentrarse en un tema que, ya sabía, por intuición, que era de su más absoluto interés. Y probó a descifrar un español que pronto habría de dominar a la perfección. Se vio recompensado, más allá de lo esperado, al final del texto cuando supo que en un cerco en medio de las montañas del Escambray el aire estaba dominada por una canción que los cubanos reconocían por su traslación fonética como Abelachau y que era Bella Ciao. Se volvió loco. Se llenó de inspiración. Fue feliz creo yo que por última vez en su vida. Porque había comprendido que la canción de un guerrillero retumba igual en las cañadas del Piamonte que en la Sierra del Escambray. Su pasado, mi reportaje y una canción fueron motivos suficientes para cimentar una amistad.
Un fragmento revisado de la crónica original de Granma:
—¡Eh, Zalas! —gritaban los combatientes—, ¿cómo se agarra a los bandidos?
—¡Por los moños! ¡Al bandido hay que agarrarlo por los moños! —respondía Zalas a los bisoños soldados. Ellos siempre preguntaban así, conociendo la respuesta de Zalas: —¡Por los moños!— Y Zalas cerraba la mano como si tuviera allí la melena de un bandido y la zarandeara.
A Oscar Arias lo apodaban Zalas. Era sargento. “¡Ea!, sin miedo, que los capturamos”, decía Zalas, moviéndose de un lado a otro del cerco.
Una lluvia pesada y constante acompañaba la operación. Dentro del cerco se movían desesperados los bandidos.
Diez días. Sin escampar. Los bandidos se agazaparon bien esos diez días.
La primera noche los combatientes del cerco de La Chispa oyeron un canto que venía de lejos. Miraron hacia atrás y arriba. Entonces vieron el edificio gris de Topes de Collantes.
Todas las ventanas del edificio estaban abiertas. Había luces en las ventanas.
...y si yo muero
en el combate...
El canto venía del edificio. El edificio se veía como un gran árbol gigante iluminado en cada rama. Los alumnos de la escuela cantaban a los combatientes.
...abelachau belachau
y si yo muero
en el combate
toma en tus manos
mi fusil...
—¿Los ves? —preguntó un alumno a su compañero.
—No los veo —dijo el compañero. Bajo sus miradas se desplazaba brumoso el Escambray. Ellos estaban en el quinto piso del edificio gris de Topes de Collantes.
—¿No los ves?
—No los veo.
—Pero están allá. Ellos están allá —señalo hacia La Chispa...
—Sigue cantando, anda, sigue —dijo— que ellos están allá.
...y si yo muero
en el combate...
—Son los alumnos de Topes —dijo Zalas.
—Nos acompañan en el cerco —asintió el instructor Dagoberto.
Diez días interminables, de lluvia y poca comida, de caminar arriba y abajo la montaña, de esperar la bala del bandido, constantemente, en el pecho.
—Cuando se acabe esta operación me voy a casar —le dijo Zalas al instructor Dagoberto— mira, esta es la foto.
Sacó la cartulina fotográfica del bolsillo mojado. “La lluvia la ha gastado, y mis dedos también, ¿qué te parece?” Desde el pequeño cuadro sonreía una mujer joven.
—Y este, este es el anillo, mira —Zalas desenroscó el aro de su dedo— ¿qué te parece, eh? Fíjate, es de oro bueno.
...y si yo muero
en el combate...
—¿Ya estarán combatiendo? —dijo.
—No, no se oyen los tiros.
—¿Nos oirán a nosotros?
—Sí, canta con todo el pecho. Canta.
...toma en tus manos
mi fusil...
El día 22 se oyeron los disparos. Retumbaron en toda la montaña. Los bandidos se doblaron sobre sus cuerpos perforados con plomo. Las armas cayeron inútiles al suelo.
Ese día, el instructor político Dagoberto Páez se acercó al lugar del choque con los bandidos. Allí, sobre la tierra húmeda de sangre y lluvia, había un cuerpo. Dagoberto se acercó. El pelo trigueño del hombre lucía como polvoriento.
—Zalas…—murmuró el instructor— Zalas... Zalas...
Atrás, avanzando sobre todos ellos, se oía insistente el canto: “...y si yo muero en el combate...” La lluvia arreció en ese momento y las gruesas gotas limpiaron la sangre del rostro de Zalas.
—...Zalas, Zalas...—susurró otra vez el instructor Dagoberto que estaba arrodillado frente al cuerpo.
—...Zalas, ¿no me oyes?