martes, 4 de agosto de 2020

Hubo tiempos mejores


Estábamos con el agua más o menos a la cintura cuando vi a Eusebio meterse los dos pulgares por ambos costados hacia donde debía estar el elástico de la trusa, y, luego de un rápido movimiento, lo que sacó de abajo del agua en la mano derecha, fue, precisamente, aquel coquetón traje de baño, negro como la bandera de un pirata. Dada la zona de inmersión de esa parte del cuerpo en la cálida mansedumbre de las aguas de Varadero, nadie que nos mirara desde la playa, distante a un centenar de metros, podía reconocer que el capitán de la reserva de las Fuerzas Armadas Revolucionarias Eusebio Leal Spengler se había quedado con las nalgas al aire, bueno, quiero decir, con las nalgas al agua.

El paño que enarbolaba sobre su cabeza era una evidencia inquietante de que algo inusual estaba ocurriendo con esa parejita aislada del resto de la tropa.

Participábamos en uno de los ejercicios militares que Raúl Castro se empeñaba todos los años en invitarnos a los dos, como unas especies de representantes de la clase intelectual aceptados dentro de sus predios. Los demás participantes eran los ministros y los principales cargos del Gobierno y el Partido, amén de ceñudos generales. Era un grupito de estos personajes que llamábamos altos dirigentes, todos uniformados de pies a cabeza —el uniforme de campaña, con gorras y botas y los solapines de identificación eran de requerimiento—, el que avanzaba sobre la playa.

Explico ahora que la razón de que en junio de 1987 estuviéramos en Varadero y ocupáramos un sector de las instalaciones turísticas, era que el próximo episodio del ejercicio —un simulacro de desembarco enemigo y, por supuesto, su consecuente rechazo por el contraataque de nuestras gloriosas fuerzas— se iba a producir en el cercano poblado de Camarioca. Serían, pues, como las 5 de la tarde en vísperas del desembarco yanqui al otro día cuando este dúo de los audaces Eusebio y yo decidimos darle a Varadero un uso extramilitar según lo indicado para una playa de tanto renombre internacional.

Y en eso estábamos cuando Eusebio me señaló hacia la docena de jefazos que marchaban penosamente sobre la arena, y me dijo:

“Ahí van los notables.”

Era su forma habitual de nombrarlos, lo que hacía levantando las cejas, en un gesto indescifrable entre la admiración y la burla y que por supuesto se permitía con toda confianza dentro de los compartimentos estancos de nuestra amistad.

Y agregó: “Tú vas a ver ahora”.

Fue cuando se despojó de su trusa y la elevó sobre su cabeza para saludar a los distinguidos personajes mientras añadía un estridente “¡Au revoir, compañeros!”

Claro, él dijo arrebuá, que es como se dice en cubano.

Unos segundos antes yo había descubierto que, por nuestra izquierda, un valiente se había decidido también a darse una zambullida y nos había identificado como personal amigo porque se dirigía directamente hacia nosotros ya con el agua por encima de las rodillas. El mostacho resultaba inequívoco. Carlos Aldana.

Eusebio estaba atacado de la risa, tanto por la cara de espanto de los notables, como por mi desconcierto.

Aldana con su mostacho emblemático del secretario ideológico del Comité Central del Partido reaccionó con la misma rapidez que los personajes de El padrino antes de que los maten. De inmediato detectó la situación que se le ofrecía a unos 30 metros de distancia y giró en 180 grados para tratar de ganar la arena antes de que su prestigio de mulato jorocón se pusiera en entredicho paran siempre.

Confirmado lo que los notables habían sospechado desde el inicio. “Esos dos son maricones”, decía Eusebio que ellos, los notables, paralizados sobre el remanso de la arena, decían.

Y yo me quedé entre dos fuegos. Con Eusebio a mi derecha brincando y chapoleteando y con su trusa flameando sobre la cabeza y empeñado en saludar en francés a los compañeros y mi mentor político en despavorida fuga por la izquierda.

FOTO: Copyright © 1987, 2020 by Norberto Fuentes. Prohibida totalmente su reproducción.