Aldo Menéndez
La Habana, Cuba, 1948 – Miami, USA, 18 de diciembre de 2020
La Habana, Cuba, 1948 – Miami, USA, 18 de diciembre de 2020
¿Debo aclarar que este texto escrito como prólogo del libro Ojo X Ojo sobre la obra gráfica de Aldo Menéndez (Heller, Madrid, 2002) lo estoy empleando ahora como su obituario? Ardo, carajo, cómo se te ocurre despoblarnos el mundo de esta manera, tan definitiva, tan sin aviso. Eso no se le hace a los socios, coño, Ardito. ¿Y ahora dónde vamos a celebrar esas fragorosas tertulias con comelatas de la vanguardia artística de Miami —emigrada toda desde Cuba, desde luego— sentados a lo largo de tu mesa y tú empeñado en convencer a cualquier gringo de ocasión, aceptado en el convite, que el Thanksgiving tenía que celebrarse con puerco, yuca y congrí, puesto que su origen era cubano? Sólido tu argumento, la verdad, de que entonces la Florida era parte de la colonia de Cuba. Bueno, en efecto, a William Kennedy no había que convencerlo. Siempre fue un gringo comprometido con la fiesta ardiana. Y todos con los carrillos repletos de los manjares españoles de tu cocina. El ideal era puerco, congrí y yuca para los gringos. Pero paella negra y gazpacho para nosotros. Ardito, cará, qué va a ser de nosotros. Pobre Ivón. Pobre Adrián. Pobres todos.
Mi texto del 2002. Los verbos se mantienen en el tiempo presente para tratar de verlo con los mismos ojos de él, cuando lo aprobó.
OTRA GUERRA CUBANA CONTRA LOS DEMONIOS
La generación cubana a la que pertenece Aldo Menéndez conoció desde temprano una experiencia —“problemática” le llamarían dentro de esa misma generación— que recientemente edulcoraron en The New York Times. Andrei Sakharov, el padre de la bomba de hidrógeno soviética y luego —junto con Alexandr Solzhenitsyn— devenido una de las cabezas visibles del
magro movimiento disidente soviético— es el modelo. A propósito de la biografía de Richard Loure sobre el irascible y venático personaje, establecen que la historia de la ciencia en la Unión Soviética está inflamada de paradojas que retan las preconcepciones y nos hace sentir incómodos. Contrario a la creencia habitual en Occidente de que la creatividad necesita de un ambiente de libertad, la ciencia soviética pareció ser mejor cuando las condiciones eran peores. Por lo menos seis premios Nobel fueron otorgados a físicos soviéticos en los años 30 y 40, cuando el mercurio del terror estalinista estaba en el tope del vidrio. Los cubanos conocemos las variantes de esta mecánica. No tienes que inventar una bomba de hidrógeno para aprender a valerte bajo las estructuras. Sí, ciertamente tienes que producir algo valioso y profundo porque, si sobrevives, lo primero que han hecho las estructuras es forjarte.
Quizá no tengamos otro paralelo más completo que el de los artistas del quatrocento. Pero con mayores complejidades, puesto que ha llovido mucho desde el Renacimiento, y las cosas se complicaron. Ya no nos bastaba con ser, entre los más lucidos de nosotros, esa ambiciosa mezcla de condotiero y artista, sino que debíamos explicarnos paso a paso. Cuando digo nosotros me refiero a la generación inmediata posterior a la de Fidel Castro, no exactamente la de sus hijos, sino la de sus hermanos más pequeños. Fuimos a las milicias y aprendimos en los combates y portamos armas y vencimos. Pero el ingreso de Cuba en el mundo socialista y en los grandes debates teóricos dentro de una filosofía reputadamente de avanzada, nos obligó a no ser solamente suficientes desde el punto de vista de nuestra obra sino que obligó a apoyarnos en un sistema teórico que respaldara cada pintura o cada poema. Aunque los planteamientos en Cuba fueron siempre mucho más pedestres sin un Lunacharsky o un Kandinsky o un Trostky, que ensayaban sus genios antes esos laberintos, y teníamos que conformarnos con el miedo con el que Fidel Castro regularmente se expresa sobre estas cuestiones (aunque se le agradezca siempre su naturaleza mucho más directa e impulsiva, y a veces hasta graciosa). El “dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada” de su declaración de 1961, fue solo un galimatías, muy conciso —y esperanzador sobre todo para los pintores abstractos, por entonces sometidos a la estólida persecución ucraniana de Nikita Serguievich Jruschov— sin duda, pero que dejó en el aire qué era dentro y qué era fuera. Pero el slogan le permitió operar con eficacia a la Seguridad del Estado y no casi siempre asimilar o apoyar a las fuerzas genuinamente revolucionarias dentro de la Revolución. Acabemos de llamar las cosas por su nombre. Entre un Aldo Menéndez ataviado como un Beatle —en un país donde las melenas no eran una moda en los 60 sino una ofensa política—, y buscando una tendencia donde moverse, y buscando después una pared donde colgar cualquiera de sus cuadros, y un René Portocarrero, la vieja morsa a la que se le permitía respirar mientras se le abastecía de pinceles, pigmentos y raciones adicionales de chocolatinas y cigarrillos rubios Visant, y podía hasta vivir en relación de matrimonio con su pareja, el aburrido y lánguido Raúl Milián, la Revolución Cubana siempre prefirió a Portocarrero. Pero había un margen. Fidel había disfrutado demasiado de las simpatías de poetas y pintores como para permitirse el lujo de fusilarnos, de tomar a uno de nosotros y pegarnos al poste de ejecuciones. Y nosotros lo aprovechábamos —el margen. Y hubo rápidamente que comenzar a reconsiderar cada uno de nuestros intentos artísticos desde conceptos que fueran a su vez revolucionarios, y era de algún modo nuestra obligación de ser políticamente correctos en un proceso que se suponía un hito de irreverencia política. De ahí que, en todas las corrientes ensayadas por Aldo y sus compañeros, hasta la fecha de hoy, lo que encontremos como una constante sea telas llenas de argumentos. No existe un milímetro de lienzo de Aldo que no sea un compuesto abigarrado de argumentos, una respuesta, un ensayo, un reto. Sería desleal y absurdo que no reconociéramos, para empezar, que ese debate era también el producto de una revolución sobre la que todos los entonces jóvenes artistas nos elevamos y nos dio una identidad internacional. Nunca conocimos el provincianismo, el mismo que ahogó a incontables generaciones anteriores de artistas cubanos. Comenzamos nuestras obras como iguales ante cualquiera en el mundo. Éramos, además de pintores o novelistas, la élite artística de la Revolución Cubana —probablemente el hecho político internacional más importante de la segunda mitad del último siglo. Y es aquí donde Aldo adquiere un papel protagónico de primera línea. Siempre fue el cosmopolita de nuestro grupo, tanto de pintores como artistas en general. Desde el deslumbramiento inicial de hallarse en Viena en el momento antes de que se acabara el mundo —su padre era diplomático cuando se produjo la crisis de Octubre de 1962—, hasta fundar talleres de serigrafía —y convencer a Fidel Castro de que abriera el bolso para importar costosísimas máquinas de impresión— y de pasearse por el mundo del brazo de los encumbrados Joseph Kosuth, Robert Rauschenberg, Julio Le Parc, Guayasamín, Mino Rotella y en especial los españoles Rafael Canogar, Martín Chirino, Juan Genovés y Cristóbal Gabarrón, Aldo ha cumplido un importante —y constructivo— desempeño cívico en las artes plásticas de la Revolución, pero lo ha asombroso y admirable es que lo ha acompañado de una obra suya personal, exigente y consistente como pocas veces se ha registrado en el país.
Y, bien, qué ha quedado de eso que reconocemos como la ultima generación bolchevique de la historia, que fue sin duda, la de nosotros, los cubanitos que —por ejemplo— manejamos las ametralladoras de cuatro bocas en Playa Girón. Tomen este lienzo de Aldo Menéndez y díganme qué diablos ven. No encuentran un solo carro blindado, erizado de bayonetas, ¿verdad? Y ni una bandera roja flameando en la farola de camino de un tren blindado. No, la cultura anterior a la llegada de todo este bagaje revolucionario a Cuba, era mulatas, con el castillo del Morro al fondo, que movían el trasero al compás de unas maracas, y tahúres, y unos obesos políticos fumadores de grandes habanos y enfundados en impolutas guayaberas blancas almidonadas. Pero, en eso, baja un ejército revolucionario de las montañas y apenas dos años después tenemos una impronta cultural de origen eslavo que, no sólo va a definir la visión nacional, sino que remodela su historia. ¿Ya descubren el por qué de esos tonos grises y cómo el sol aplastante del trópico de Cuba es sofocado en esta obra pictórica por lo demás raigalmente criolla? ¿Criolla? Si, nada que no sea criollo —y sobre todo cubano— puede someter la carga de humor a que somete Aldo Menéndez sus cuadros, qué raza, por Dios, la misma que hizo temblar a Carlos Marx cuando el santiaguero (de Santiago de Cuba) Pablo Lafargue comenzó el romance con su hija. Y ya tienen las tres claves de sus lienzos: el por qué de los argumentos, el por qué de los grises, el por qué del humor.
La clave final es una clave in motion. El adolescente que una vez, en los 60, saltó de los legendarios “performances” con Samuel Feijoó en la campiña de Cienfuegos, a integrar el equipo de diseño del Consejo Nacional de Cultura (de Cuba) en 1968 —su primer paso como profesional—, es ahora un artista que abandonó su país y ha comprendido que los límites de su última patria está en toda el espacio de lienzo que pueda estirar sobre un bastidor y de inmediato colocar en su caballete. Pero algo se mantiene. Una vez que transitas por los sofocos de esa selva de los Lenin y los Fidel y que mueres por sus ideas y te crees el por ciento de redención que te prestan, tú regresas. De un modo u otro. Para enaltecerlo o —como diría Hemingway— para destruirlo. Yo no apostaría ahora por ninguno de esos dos Aldos. Apuesto por el Aldo que —en bermudas y chaqueta de cazador, y que a veces parece un chino viejo, y que me prepara unos gazpachos fragorosos, y que es al artista cubano angustiado y eterno, con una historia personal de novela (a lo mejor la escribo algún día), y el de las audacias de sus teorías por escrito y que acumula, como pocos, una primorosa producción de pinturas, serigrafías y fotomontajes— acaba de descubrir que tiene el lienzo delante, firme sobre su caballete, blanco e inmenso como Moby Dick, a la espera del primer trazo.
Quizá no tengamos otro paralelo más completo que el de los artistas del quatrocento. Pero con mayores complejidades, puesto que ha llovido mucho desde el Renacimiento, y las cosas se complicaron. Ya no nos bastaba con ser, entre los más lucidos de nosotros, esa ambiciosa mezcla de condotiero y artista, sino que debíamos explicarnos paso a paso. Cuando digo nosotros me refiero a la generación inmediata posterior a la de Fidel Castro, no exactamente la de sus hijos, sino la de sus hermanos más pequeños. Fuimos a las milicias y aprendimos en los combates y portamos armas y vencimos. Pero el ingreso de Cuba en el mundo socialista y en los grandes debates teóricos dentro de una filosofía reputadamente de avanzada, nos obligó a no ser solamente suficientes desde el punto de vista de nuestra obra sino que obligó a apoyarnos en un sistema teórico que respaldara cada pintura o cada poema. Aunque los planteamientos en Cuba fueron siempre mucho más pedestres sin un Lunacharsky o un Kandinsky o un Trostky, que ensayaban sus genios antes esos laberintos, y teníamos que conformarnos con el miedo con el que Fidel Castro regularmente se expresa sobre estas cuestiones (aunque se le agradezca siempre su naturaleza mucho más directa e impulsiva, y a veces hasta graciosa). El “dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada” de su declaración de 1961, fue solo un galimatías, muy conciso —y esperanzador sobre todo para los pintores abstractos, por entonces sometidos a la estólida persecución ucraniana de Nikita Serguievich Jruschov— sin duda, pero que dejó en el aire qué era dentro y qué era fuera. Pero el slogan le permitió operar con eficacia a la Seguridad del Estado y no casi siempre asimilar o apoyar a las fuerzas genuinamente revolucionarias dentro de la Revolución. Acabemos de llamar las cosas por su nombre. Entre un Aldo Menéndez ataviado como un Beatle —en un país donde las melenas no eran una moda en los 60 sino una ofensa política—, y buscando una tendencia donde moverse, y buscando después una pared donde colgar cualquiera de sus cuadros, y un René Portocarrero, la vieja morsa a la que se le permitía respirar mientras se le abastecía de pinceles, pigmentos y raciones adicionales de chocolatinas y cigarrillos rubios Visant, y podía hasta vivir en relación de matrimonio con su pareja, el aburrido y lánguido Raúl Milián, la Revolución Cubana siempre prefirió a Portocarrero. Pero había un margen. Fidel había disfrutado demasiado de las simpatías de poetas y pintores como para permitirse el lujo de fusilarnos, de tomar a uno de nosotros y pegarnos al poste de ejecuciones. Y nosotros lo aprovechábamos —el margen. Y hubo rápidamente que comenzar a reconsiderar cada uno de nuestros intentos artísticos desde conceptos que fueran a su vez revolucionarios, y era de algún modo nuestra obligación de ser políticamente correctos en un proceso que se suponía un hito de irreverencia política. De ahí que, en todas las corrientes ensayadas por Aldo y sus compañeros, hasta la fecha de hoy, lo que encontremos como una constante sea telas llenas de argumentos. No existe un milímetro de lienzo de Aldo que no sea un compuesto abigarrado de argumentos, una respuesta, un ensayo, un reto. Sería desleal y absurdo que no reconociéramos, para empezar, que ese debate era también el producto de una revolución sobre la que todos los entonces jóvenes artistas nos elevamos y nos dio una identidad internacional. Nunca conocimos el provincianismo, el mismo que ahogó a incontables generaciones anteriores de artistas cubanos. Comenzamos nuestras obras como iguales ante cualquiera en el mundo. Éramos, además de pintores o novelistas, la élite artística de la Revolución Cubana —probablemente el hecho político internacional más importante de la segunda mitad del último siglo. Y es aquí donde Aldo adquiere un papel protagónico de primera línea. Siempre fue el cosmopolita de nuestro grupo, tanto de pintores como artistas en general. Desde el deslumbramiento inicial de hallarse en Viena en el momento antes de que se acabara el mundo —su padre era diplomático cuando se produjo la crisis de Octubre de 1962—, hasta fundar talleres de serigrafía —y convencer a Fidel Castro de que abriera el bolso para importar costosísimas máquinas de impresión— y de pasearse por el mundo del brazo de los encumbrados Joseph Kosuth, Robert Rauschenberg, Julio Le Parc, Guayasamín, Mino Rotella y en especial los españoles Rafael Canogar, Martín Chirino, Juan Genovés y Cristóbal Gabarrón, Aldo ha cumplido un importante —y constructivo— desempeño cívico en las artes plásticas de la Revolución, pero lo ha asombroso y admirable es que lo ha acompañado de una obra suya personal, exigente y consistente como pocas veces se ha registrado en el país.
Y, bien, qué ha quedado de eso que reconocemos como la ultima generación bolchevique de la historia, que fue sin duda, la de nosotros, los cubanitos que —por ejemplo— manejamos las ametralladoras de cuatro bocas en Playa Girón. Tomen este lienzo de Aldo Menéndez y díganme qué diablos ven. No encuentran un solo carro blindado, erizado de bayonetas, ¿verdad? Y ni una bandera roja flameando en la farola de camino de un tren blindado. No, la cultura anterior a la llegada de todo este bagaje revolucionario a Cuba, era mulatas, con el castillo del Morro al fondo, que movían el trasero al compás de unas maracas, y tahúres, y unos obesos políticos fumadores de grandes habanos y enfundados en impolutas guayaberas blancas almidonadas. Pero, en eso, baja un ejército revolucionario de las montañas y apenas dos años después tenemos una impronta cultural de origen eslavo que, no sólo va a definir la visión nacional, sino que remodela su historia. ¿Ya descubren el por qué de esos tonos grises y cómo el sol aplastante del trópico de Cuba es sofocado en esta obra pictórica por lo demás raigalmente criolla? ¿Criolla? Si, nada que no sea criollo —y sobre todo cubano— puede someter la carga de humor a que somete Aldo Menéndez sus cuadros, qué raza, por Dios, la misma que hizo temblar a Carlos Marx cuando el santiaguero (de Santiago de Cuba) Pablo Lafargue comenzó el romance con su hija. Y ya tienen las tres claves de sus lienzos: el por qué de los argumentos, el por qué de los grises, el por qué del humor.
La clave final es una clave in motion. El adolescente que una vez, en los 60, saltó de los legendarios “performances” con Samuel Feijoó en la campiña de Cienfuegos, a integrar el equipo de diseño del Consejo Nacional de Cultura (de Cuba) en 1968 —su primer paso como profesional—, es ahora un artista que abandonó su país y ha comprendido que los límites de su última patria está en toda el espacio de lienzo que pueda estirar sobre un bastidor y de inmediato colocar en su caballete. Pero algo se mantiene. Una vez que transitas por los sofocos de esa selva de los Lenin y los Fidel y que mueres por sus ideas y te crees el por ciento de redención que te prestan, tú regresas. De un modo u otro. Para enaltecerlo o —como diría Hemingway— para destruirlo. Yo no apostaría ahora por ninguno de esos dos Aldos. Apuesto por el Aldo que —en bermudas y chaqueta de cazador, y que a veces parece un chino viejo, y que me prepara unos gazpachos fragorosos, y que es al artista cubano angustiado y eterno, con una historia personal de novela (a lo mejor la escribo algún día), y el de las audacias de sus teorías por escrito y que acumula, como pocos, una primorosa producción de pinturas, serigrafías y fotomontajes— acaba de descubrir que tiene el lienzo delante, firme sobre su caballete, blanco e inmenso como Moby Dick, a la espera del primer trazo.