Luis Agüero se acordó hace poco que él era un escritor. Para beneficio de los lectores, este reactivar de su memoria ha comenzado a dar frutos, y es así que, debido a ello, ahora disponemos de una producción de nuevas novelas cubanas. O el intento de que sea una producción. Es un beneficio doble. Porque, aparte de que sus novelas son divertidísimas, él también ha descubierto (o redescubierto, porque al parecer se le había olvidado) que no hay nada más divertido que escribir. Bueno, si no se trata de uno de esos escritores de alma torturada, que toman el oficio como un perenne ascenso al Everest. Que si no coronas y posas ante la cámara con la banderita de tu país, te quedas hecho un bloque de hielo en el paso de Hillary. Luis no. Luis no sale de los calorcitos. Primero el de su natal Consolación del Sur, en Pinar del Río. Ahora en el de su asilo final en el condado de Miami-Dade. (El único hielo a su alcance por estos lares son los cubitos que se derriten en los jaiboles.) Pero además aquí tenemos la situación que, en este desperezo de la memoria, Luis comprueba que hurgar en el origen de tu proyección literaria te puede llevar igualmente a la envidiable posibilidad de rendirte homenaje a ti mismo. Descubre a un remoto Luis Orticón, su alter ego como columnista de la sección «Imagen y sonido» de Revolución, en la época dorada de la crítica de su género (años 59-60) en que tal ejercicio del criterio —como le gustaba verlo a nuestro sacrosanto José Martí— no terminaba en la página del periódico sino en unas monumentales riñas a botellazos, jabs al mentón, pasteles aplastados en la nariz y en interminables hasta el cansancio mentados de madre en la cafetería de Radiocentro, entre el productor de unos supuestos agravios —el crítico— y sus ofendidas víctimas —los criticados—, frente a la roja escalera que daba acceso a los principales estudios de radio y televisión del país. Fue el recinto en el que Luis (¿Agüero? ¿Orticón?) ganó fama como pugilista y también como la criatura más vapuleada de la prensa nacional (¡y todo por la maldita desgracias del ejercicio del criterio!) amén del bien merecido récord de haberle propinado a Armando Bianchi, un conocido galán de la época, una sonora secuencia de bofetones (galletazos, en términos cubanos), por una «cabrona columna» de la que ya ni del mismo Luis se acuerda, ni lo dicho en ella que provocó la ira sin tregua del veterano galán.
En fin, que nuestro querido Luis ha regresado. Se acoge al arte de la novela para evitar malentendidos con los personajes y la crítica a los que, al final, los somete un revivido Luis Orticón. Amén de que en Miami-Dade no hay cafeterías como la de Radiocentro, y cualquier destrozo que te permitas incurrir en La Carreta o en un Versailles hay que pagarlo en cash aparte de que te paran delante de un juez y tienes que elegir entre declararte culpable o no. Va y se te ocurre decir que no (¡se trataba de tu derecho a ejercer el criterio!), y terminas con que tienes que pagar hasta el juicio, juicio que de facto vas a perder, y si te pones un poco fatal, terminas amarrado a una camilla y conectado a una inyección intravenosa por la que fluye un cóctel de tiopentato sódico, con una porción de bromuro de pancuronio y el toque final de cloruro potásico. Y no escapas. Te vas completo. Peor que un ser viviente y simpatiquísimo y fácil con las chicas convertido en un bloque de hielo en la eternidad del Himalaya. ¿Mas a quién se le ocurre intentar convencer a un juez gringo de la solvencia jurídica del ejercicio del criterio que argumentaba el Apóstol? Joe Martí, your Honor. The Good Old Joe.
Bueno, aquí tenemos por fin una nueva novela suya. Después de La vida en dos, que Casa de las Américas se dignó a publicar en 1967, y que al rato mandó a retirar de los estanquillos, porque se enteró que Luis había presentado sus papeles para abandonar el país, los lectores cubanos nos quedamos con la sed. ¿Puede haber sed de Luis Agüero? Claro que sí, cuando se trata de un novelista de su estirpe. Y si quieren, no me hagan caso. Pero si les conviene participar en este jolgorio, y si quieren gozar de lo lindo con este criollísimo convite literario, uno donde está el muerto telero (no el telero de la acepción argentina de palo o estaca, sino el no reconocido por la RAE de la acepción cubana, que es un montón, una tonga) y las putas que dan al pescuezo (¿cuello? ¿pescuezo? Qué más da.) y unas socitas que no tienen pelos en la lengua a la hora de aconsejar a sus amigas del mejor uso que pueden dar a sus partes (unas «descarás» como decimos entre nosotros, pero qué ricas son, por Dios, como decimos los a su vez «descaraos» del otro lado) busquen su ejemplar en Amazon. Si no, allá ustedes. Ustedes se lo pierden.