domingo, 23 de junio de 2024

Ardor

El hermano, en compañía de su mujer, se retira hacia su habitación. Su señora madre ya ha desaparecido. Cierro la puerta tras de mí, sonriente, y de pronto ligeramente excitado por una perspectiva que no estaba planeada para esa noche. Titubeo un solo instante, contrariado, cuando Vivian, en un gesto de auténtica camaradería y casi que ausente de todo objetivo erótico, lo cual aumenta la carga emocional del procedimiento porque establece en todas sus coordenadas que actúa con la naturalidad de que tú eres mi hombre y yo soy tu mujer, mete la mano en el bolsillo izquierdo de mi camisa, donde sabe que yo pongo mis cigarros, y saca la cajetilla, y luego busca la fosforera en el bolsillo izquierdo del jeans, con lo complicado que resulta maniobrar dentro de los bolsillos de un Levi's, sobre todo cuando lo registras desde enfrente. Prende el cigarro, me coge de la mano y me conduce, como a un escolar, a su habitación. Nuestra habitación. De inmediato sé porqué ella está actuando con esa determinación y es porque yo he cerrado la puerta de acceso al apartamento. Así que no existe para ella la menor duda de dónde yo he decidido pernoctar. Entre las piernas de quién.


El despertar en aquel recinto era difícil siempre para mí, el descubrir invariablemente a su hermano, como si bloqueara la puerta de la habitación de enfrente, el darme de bruces con él, cuando mi costumbre de compararlo con un oso peludo podía adquirir el aplomo absoluto de la verdad revelada, moreno, fuerte, ex oficial del Ministerio del Interior y ex baterista de un grupo de rock y genio de las computadoras del Departamento MC, era el oso inmenso de pelambrera negra que me clavaba su mirada de piedra mientras su hermana aún arrebujada en una sábana y aún desnuda y aún abatida por una serena molicie mientras yo cerraba esa puerta y la contemplación de uno de sus breves pies desnudos y la larga pierna fuera del remolino de las sábanas era objeto de mi escrutinio ascendente hasta, desde luego, llegar a las blancas y protuberantes nalgas y destapadas y siempre, en ella, mostrándose en un gesto de apertura, de oferta, y yaciendo como yacía, sobre su brazo izquierdo, la imagen se apagó, en cámara lenta, como una gota de agua que atrajo sobre sí toda la luz de una mañana y que fue mostrada en una amplificación de uno por diez mil…

No tengo la menor idea de dónde pueda estar esa familia hoy, qué se ha hecho de ellos. Desconozco dónde se metió el hermano con sus computadoras y sus rollos de cables, y la madre, dulce señora que no perdía oportunidad de advertirle a su hija que yo era un hijo de puta (por la fecha de estos y su edad de entonces me imagino que hace rato es materia orgánica depositada en el cementerio de Colón), y Vivian, la misma chiquilla aquella en sus vuelos inaugurales como aeromoza de Cubana, Espero que ella haya corrido mejor suerte que ese asilo de abuelitas que una vez fueron mis novias, amantes, mujeres y hasta devotas madres de mis descendientes o unas cabronas que me fueron infieles. Pero, bien, ¿a qué viene todo esto? Viene a que esta mañana recibo un mensaje con la noticia de que un incendio se ha desatado en la zona residencial frente al litoral habanero y que el episodio puede afectar de manera considerable mi legado literario. El edificio situado en Calle F y Malecón. Caramba, si ese es uno de los escenarios de Dulces guerreros cubanos. Ahí está (o estaba, si ya no fue consumido como un fósforo por las voraces llamas) el apartamentito donde desarrollo los dos párrafos de más arriba, y que constituyen porciones del texto de ese libro por los que he sido acusado de excesivamente erótico.

No me había pasado antes, que un escenario de mis libros desapareciera o estuviera a punto de volatizarse. Condado, el pueblecito, está donde mismo cuando escribí Condenados de Condado, en 1967. Las barracas del campamento, donde en un ala se hacinaban los alzados previos a los interrogatorios y muy probables fusilamientos, y en la otra colgaban sus hamacas los combatientes que recién los habían capturado, han sido convertidas en criaderos de cerdos. Por su parte, la Finca Vigía, de mi Hemingway en Cuba, ahí se mantiene, como se sabe, y sobre todo gracias a todo el dinero que el gobierno cubano ha logrado sacarles a los americanos para mantenerla en pie. Pero así, que todo un edificio de 20 pisos venga abajo sin tomar en cuenta su presencia en la literatura cubana, es algo que me perturba, o por lo menos de lo que quiero dejar constancia como situación nefasta.

Por lo pronto, el único conocimiento actualizado es que el lugar amaneció bajo las llamas, literalmente debajo, según la descripción de los sitios de la web que sitúan el siniestro «en las partes altas» de la edificación. Esperemos pues por más información. En verdad, son muchas las cosas que uno desconoce, pero de lo que sí tengo la más absoluta certeza ahora es que uno de mis refugios recreados con toda nostalgia en Dulces guerreros cubanos, arde.

(Fotos de Condado: Cortesía de Sara Julia Kozameh. Copyright © 2023 by Sara Julia Kozameh.)