sábado, 13 de julio de 2024

Tríptico con Bobby McGee


I. Verano de 1987. La navegación es costeando a la altura de la cayería del norte de Matanzas. Unas aguas que el coronel Antonio de la Guardia «Tony» —a mi izquierda— le conoce cada rescoldo. Fueron años, desde inicios de los 60, de operaciones y maniobras, aquí mismo, contra los lancheros de la CIA. Su pasión juvenil por los remos y las velas como asociado de los exclusivos clubes de la burguesía cubana fueron convertidas en un inesperado entrenamiento para quien sería el más avezado de los combatientes de nuestras tropas especiales. Encontró su destino en el comunismo, pero nunca perdió la elegancia, las buenas maneras y el humor. Hoy sonríe junto a su amigo, más bien su hermano, uno machihembrado, como decíamos. ¿Qué motivo de preocupación puede haber? La guerra en esos cercanos manglares y playazos y cayos y canalizos terminó hace años. Hoy es un día de disfrute. Un hermoso y soleado día para los brothers.


II. Alguna tarde del siguiente verano. Esto es en mi casa. Un apartamento en el último piso —el 13— del llamado Edificio de los Generales. A mi izquierda, de pie, Enrique Román, viejo amigo y entonces director del periódico Granma. Si estoy agarrando por los hombros a Tony y provocando la risa de todos, es porque estoy forzándolo a que mire a cámara. En la extrema derecha, el viejo Tomás, «el mejor y más completo», según la particular asignación de nuestro grupo: el general de división Raúl Menéndez Tomassevich, nada más y nada menos. No tengo la menor idea de quién tomó la fotografía. Pero sí que todavía yo fumaba. (Ahí tienen el Montecristo entre mis dedos de la mano izquierda) Otro detalle: las camisas de Tony y mía, aunque de rayas de colores diferentes, debieron provenir del mismo almacén que cayó bajo su administración como jefe del Departamento MC de la Dirección General de Inteligencia —«un botín», como en rigor le llaman los corsarios a ese tipo de establecimientos. La habitación del pequeño jolgorio es lo que he bautizado como Cuarto de Música. La pretenciosa consecuencia de disponer ahí de mi colección de discos y casetes y los equipos reproductores. Es el recinto que pocos meses después adquiere un significado más bien trágico. Ahí tuve mi última conversación secreta con Tony. Esto es como lo tengo escrito en uno de mis papeles: «J[ueves] Junio 1 Tony y Pat en la casa y Janis Joplin». Pat era el hermano mellizo que nos miraba en silencio mientras Tony y yo despachábamos, uno junto al otro, en un sofá de cobertura blanca. Janis Joplin significa que había puesto un compacto de la gringuita, el volumen al tope, y del que repetí innumerables veces, con el accionar del control remoto en mis manos, la pieza «Me and Bobby Mcgee». Aquella voz ronca y curada por interminables orgías alcohólicas debían ser suficientes para tupir la escucha de los micrófonos que la Contra Inteligencia Militar tenía instalados para cubrir los techos de mi casa. El final de la conspiración, lo recuerdo con precisión, era un ruego: «Por favor, Tony, vete.» Era la segunda o la tercera vez que le advertía lo mismo. «Raúl quiere fusilar a esta gente», me había dicho Alcibíades Hidalgo, el jefe de despacho de la oficina política de Raúl Castro en el Comité Central. Y si alguien estaba preparado para secuestrar un barco, era Tony. Pero toda su respuesta fue hacerme una pregunta sobre la obstinación de Raúl y casi como un niño al borde de un sollozo: «Pero, por qué, Norber, ¿por qué?» Tuve una sola cosa que decirle —Janis Joplin a todo meter desgañitándose con Bobby McGee—: «Porque es un hijo de puta.»


III. En el tercer verano. Aquí lo tienen. Este otro hijo de puta. Se trata de Luis Mesa Delgado, ya con los grados de general de brigada y los entorchados correspondientes al jefe de las llamadas Avispas Negras, un remedo inventado por Raúl Castro para disponer de un equivalente a las Tropas Especiales del Ministerio del Interior. Es el militar que se encontraba la medianoche del 13 de julio de 1989 —hoy hace 35 años— en la plazoleta de gravilla preparada con los postes de ejecución y los sacos de arena y los reflectores y las ambulancias Gaz de Medicina Legal y los cuatro ataúdes y los carros celulares Mercedes Benz alineados en un potrero al norte de la base aérea de Baracoa. Si lo acababan de ascender era para que dispusiera del rango suficiente para fusilar a otro general. Y fue quien sirvió los tiros de gracia, impasible, metódico, a los cuatro condenados a muerte por la famosa Causa Número Uno. En este orden apretó el gatillo a menos de un metro de distancia de las cabezas de Jorge Martínez (capitán), Amado Padrón (mayor), Antonio de la Guardia (coronel) y Arnaldo Ochoa (general de división). El instrumento que utilizó fue una Colt calibre 45, al objeto de garantizar un impacto devastador y no arriesgarse a los resbalones internos de las balas de 9 milímetros en sus dos variantes de las Browning y de las Makarov. Aunque, en realidad, Tony no requería de un tiro de gracia puesto que uno de los proyectiles de los fusiles del pelotón le perforó el cuello entre la mandíbula y la nuez de Adán y prácticamente lo degolló. Su cabeza quedó dando bandazos como una pelota agarrada por un hilo.