domingo, 19 de marzo de 2017
¿Y qué va a ser de nosotros ahora?
Era un Motorola. De doble función, despertador y radio. Los viejos lo tenían en la mesa de noche de la izquierda, aunque no recuerdo si era el lado del viejo o de la vieja. Si recuerdo que era mi lado cuando llegaba de la escuela, o los sábados y domingos cuando los viejos no estaban en la habitación. La función de despertador de manera permanente e indefectible se disparaba, de lunes a viernes, a las 7 de la mañana, hora de levantarse para el trabajo ellos (el viejo, publicitario y asociado de la Mafia americana, y la vieja, por contraste, maestra de kindergarten de escuela pública) y nosotros (mi hermanita Estrella, mi hermano Luis y yo el primogénito —así me decía el viejo, “el primogénito”), para nuestra escuela. Pero tal la parte tortuosa del trabajo del Motorola.
La parte buena era al regreso de las clases. Porque era directo al rocanrol. Girabas el botoncito izquierdo que parecía un dedal adosado a la careta plástica del equipo y esperabas unos instantes a que se calentara —los radios entonces ”se calentaban”— y enseguida ya estabas oyendo Radio Kramer, es decir, a flotar en el mismo éter en que podía hallarse un adolescente de Arkansas o de Maine, ellos y tú, con los Diamons con Liteldarlin y con Polanca con Daiana, y con Lonli blu boi, que no se me olvide, y los Platers con Onliyú, y Yerri Liluis con Gritbol of fair y con Juloracheik goin on y, no faltaba más, con Chucberri y Esculdai y Suitlitel sixtín y la constante final de su consigna Jeil Jeil Rocanrol y todos, todos ellos, bajo la mirada severa, admonitoria, ora complaciente, ora perdonavidas, del Quin, del mejor y más completo de todos y que le dejaba muy claro desde el principio a las nenas que no quería ser un tigre para no arañarlas, que lo que quería ser era su osito de peluche. Oh, Elvis, cuánta sabiduría en tus palabras. Porque ese osezno, peludo y como dejado al descuido sobre el sofá, cuando atrapara a su nena, no iba a haber Dios que se le zafara del abrazo.
Radio Kramer. Toda una generación de habaneros tuvo su alma mater alternativo en esa emisora. ¿No se acuerdan de la voz de aquel mariconcito que llevaba la programación de la tarde y que, puntualmente, a las 3.30 pm presentaba durante media hora “Starring Elvis Presley”? Arrastraba las erres, de manera muy apropiada cuando introducía la primera pieza del día (ya había discos suficientes de Elvis en el mercado como para sostener un programa diario de media hora), y sonaba Yeil Jaus Roc y el decía, después de los primeros guitarrazos procedentes del vinil: “Estarjin Elvis Prrresley.”
Claro, olvídense de Radio Kramer después de comida. Hasta eso de las 10 pm le tocaba a la televisión (también creo que un Motorola, seguro que algún negocio de trueque de publicidad por producto de mi viejo con los distribuidores de esa marca) y entonces era la tanda de los episodios enlatados de El Llanero Solitario y Patrulla de Caminos y Bat Masterson y La Ley del Revólver, tremenda educación proyanqui que estábamos recibiendo en las gloriosas vísperas del triunfo comunista en Cuba. Pronto, muy pronto, estaríamos de parte de los indios y no de los caobois. Unos hijos de puta los caobois esos. Unos racistas.
Y, en fin, para abreviar, todas las fórmulas doctrinarias subliminales a través de la televisión cesaban cada noche en mi casa a eso de las 10. Los muchachos, entre los que me encontraba, para la cama, porque mañana hay escuela. Esas funciones regimentales de disciplina le tocaban a la vieja, porque el viejo no llegaba hasta tarde en la madrugada, la 1 am o cosa así, porque parte de su trabajo era de noche, casi siempre en el cabaret Sans Souci, el cuartel maestre de Santos Traficante. Y, pocos lo sabían, pero después de las 11 era el momento en que el invencible Motorola radio despertador de la mesita de noche volvía a adquirir su capacidad de servicio, cuando la vehemencia de maquis, desafiante, revencúa de mi señora madre, sintonizaba las trasmisiones que surgían en una montaña de la Sierra Maestra, su orejita —con el correspondiente brillante engarzado al lóbulo— pegada a la bocina de modo que desde el Mercury de la policía de Salas Cañizares de recorrido por la calle aledaña los esbirros no identificaran el inconfundible silbido de la trasmisión a distancia de una planta marca Collins, modelo 32-V-2, de mediana potencia, unos 120-130 watts, instalada en una guarida de guerrilla en el Alto de Conrado. Yo siempre lo digo, ¿saben? Y lo menciono a propósito de todo esto. Mi generación ha sido una de las más afortunadas de la historia de la civilización humana. Tuvimos a Elvis y tuvimos a Fidel.
El problema, claro, sigue siendo la cabrona mortalidad. Es la que viene de modo permanente a jorobarlo todo. Porque fíjense en ayer tarde. De pronto, de sopetón, la noticia aciaga. Charles Edward Anderson Berry ha sido pronunciado muerto a los 90 años de edad en su mansión del condado de St Charles. Y uno que pensaba que no podía haber nada peor que Donald Trump. Uno siempre tan equivocado.