Foto: Rafael del Pino |
En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Norberto Fuentes.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
De hecho, conozco la experiencia. El “jamás” no llegó a completarse pero estuvo cerca. En Cuba, durante mis últimos años de residencia, tenía prohibida la salida del país. Ni siquiera las playas al este de La Habana me eran accesibles sin que apareciera la cola policíaca, y en todos los puertos y aeropuertos los oficiales de inmigración disponían de plegables de lo que ellos llaman foto tablas en los que mis retratos aparecían recreados con los disfraces que pudiera emplear para escabullirme en sus mismas narices. Luego, aquí, en el país de la libertad, los empleados cubanos de la migra yanqui, hacen lo imposible por torpedearme los documentos de viaje. Qué cosa tan rara, ¿eh? En ninguno de los dos casos me tragan, pero se placen en mantenerme encerrado dentro de sus jurisdicciones.
Bueno, en fin, como la pregunta no establece el tamaño de ese “solo lugar” — ¿un país, una ciudad, una casa, un closet?— me decanto por las apetencias de mi imaginación: A mí que me den un harem, pero con aire acondicionado y con las chicas de mi elección. Eso sí, en algún sitio donde no sea ilegal este tipo de propiedades. No, no hay que violar las leyes. O si se quiere, pensemos algo más práctico: un yate como el de Onassis (ya los debe haber más modernos y lujosos). ¿Con una ciudad flotante como esa, y yendo de puerto en puerto, para qué tienes que desembarcar en ningún lado?
¿Prefiere los animales a la gente?
Si el animal es Jerry Lee, mi cocker, echado en este momento a mis pies, lo prefiero en términos generales a “la gente”. Aunque siempre lo mantendría en un lugar más o menos equivalente al puñado de mis amigos de toda una vida y en firme igualdad con mi mujer, Niurka. Bien vistas las cosas, ninguno de esos rudos guerreros de mi entorno se conformaron nunca con que yo les regalara una golosina y los felicitara con un “good boy” (Jerry Lee es gringo) por pedirme que lo sacara al patio para no mearme el estudio.
¿Es usted cruel?
Todo lo contrario. Mi reputación es la de ser un tipo compasivo. Lógico en la conducta de un pisciano. Demasiado amplios y nada dogmáticos y es fama que aceptamos con pasmosa tranquilidad los argumentos de todas las partes. Para nosotros tiene tanto valor el lamento del asesinado como la justificación del asesino. De verdad que yo los comprendo por igual.
Pero sí quiero exponer lo que debe ser un grave defecto. Soy burlón. No tengo fronteras a la hora de reírme de los que me rodean, empezando por mis padres (cuando vivían), mis mujeres (cuando lo han sido) y mis amigos. Claro, la mayoría de mis vínculos se desarrollaron en la Revolución, y ese proceso era como una enorme cófrade que se movía en los bordes de un abismo. Supuestamente, todos íbamos a morir cuando los yanquis invadieran. De alguna manera nos veíamos como defensores de Iwo Jima. Y si tal era la situación y el destino inexorable, para qué rayos imitar a los japoneses en cuanto a su vocación suicida. Lo nuestro era gozar. A partir de esa concepción, pues, a cubrirnos de insultos como la forma más visceral de la camaradería. Actuaba como una cobertura del más acendrado de los afectos. Después de la injuria, del agravio, de la mofa, de la ofensa, de la afrente, ¿qué es lo que te queda? Pues un amor desmedido. ¿Estábamos locos? Sí, seguro. Pero era así como veíamos las cosas. (Qué curioso, no había insultos para prodigarle al enemigo. Decididamente no eran merecedores de denostarlos con ningún apelativo.)
A veces he pensado en el origen de este apetito mío por la burla. Pienso que procede de los ejemplos de mi viejo, que corría con las relaciones públicas de la mafia americana en Cuba. Recuerdo que solía llevarme por las tardes a Sans Souci, el cuartel maestre de Santos Trafficante. A esa hora —hacia las 3 PM— el cabaret y casino adjunto estaban vacíos, solo Santos y su séquito, entre los que se incluía a “Pancho Villa”, mote que le endilgaba Santos al viejo. Una tarde tenían un cónclave, seis o siete de ellos alrededor de Santos, y hablando de esto y de aquello cuando mi padre me dio un codazo y con un movimiento de cabeza me señaló al paisano a su derecha, un arquetipo del caporegime, rostro lombrosiano y el bulldog calibre 38 abultándole bajo la sobaquera, y —creyendo que el sujeto importado desde la Pequeña Italia neoyorquina no entendía una palabra de español—, mi viejo me susurró: “¿A cuántos habrá matado este? Mira la cara de asesino que tiene” “A siete”, dijo el hombre. “He despachado a siete, míster Fuentes.”
¿Tiene muchos amigos?
¿En cuántos estamos pensando? Yo creo que media doce de amigos a lo largo de un buen medio siglo, es una cantidad apreciable. En mi caso, tienen, por lo común, un origen profesional, como los fotógrafos que me acompañaban a mis reportajes, o los combatientes, la brabucona tropa que luego poblaba con preferencia mis textos. Digo origen profesional en el sentido de que surgieron mientras yo satisfacía mi sed de aventuras. Y tuve la visión, temprano en mi carrera, de escoger el reportaje como el género ideal para vivaquear por todo un país en revolución y suministrarme de escenarios y personajes. En mi lejana memoria podría citar a los miembros de la patrulla Oso del Grupo 17 de la Asociación Scout de Cuba. Era una excelente fuente de aventuras para un adolescente aunque desde hace años se perdió el contacto con los hermanitos de las acampadas y las fogatas en una rivera del Mayabeque.
Los que nunca se han ido de frecuencia, incluso algunos después de muertos, o de haberse quedado en Cuba después de yo enrumbar al exilio, pertenecen a la tropa de los años 60. Ernesto Fernández “El Fernan” (conmigo en tres campañas militares) y Roberto Salas “Chen”, con el que les cogimos la delantera al resto de la prensa cubana con los reportajes de las armas estratégicas y/o de última generación que los soviéticos estaban dislocando en el país. Escritores, pocos, la verdad. Guillermo Rosales era uno de ellos, y hubiese sido el mejor escritor de mi generación si no se suicida. Raúl Rivero, el poeta, fue otro, aunque el Gordo se ha disuelto en el silencio, y no solo como amigo, sino también como poeta, solo y cada vez más obeso en un oscuro apartamento de Miami —que es imperdonable. Entonces los guerreros, empezando por un par de los pilotos que volaron los primeros MiGs en el continente americano: Douglas Rudd y Rafael del Pino. Y el ranger, mi hermano del alma, el coronel Antonio de la Guardia (cada noche cruza en mi mente con sus ojos empapados en lágrimas frente al pelotón que lo va a ejecutar). El genio de la lucha contra guerrillera, el cazador por excelencia, el general de división Raúl Menéndez Tomassevich “Tomás”, que convertí en el comandante Bunder Pacheco de mi primer libro. Y que no me falte un diplomático (nadie es perfecto), Alcibíades Hidalgo, conocido como “Conejo Alc”, el campeón de las aventuras eróticas de mi Dulces guerreros cubanos. El insaciable Alc. Y en el exilio, por lo pronto, un solo amigo en igualdad de condiciones que los demás. El único gringo de mi tropa. Brad ******. Un alto oficial de la inteligencia americana, ya retirado, que manejó el expediente cubano durante años. ¡Tenía que ser!
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
¿Yo? ¿Exigirle cualidades a un amigo? Bueno, hay dos condiciones —más que cualidades— que se presentan espontáneamente. La lealtad y la historia. La historia individual, quiero decir. Aunque parezca extraño, para mí es lo mismo. O son elementos sólidamente interconectados. Pero, repito, esto es algo que surge en el camino. Quiero decir, tú encuentras tus iguales mientras avanzas en tu camino, es decir, mientras escribe tu historia. Y los reconoces de inmediato. The Wild Bunch, la película de Sam Peckinpah, es la clave para entenderlo. Cuando William Holden (“Pike” en la película), le dice a sus compinches “Tenemos que ir pensando más allá de nuestras armas. Esos días están cerrándose con rapidez”, yo siento que me está hablando a mí. Pertenezco a una generación —ahora lo comprobamos— que actuaba siempre en la frontera del olvido. Compartir esa comprensión es un saberse que estamos jodidos y que no existen armas ni recursos contra semejante fatalidad. Así que, como decía el cosaco en uno de los cuentos magistrales de Caballería roja: “¡A luchar por la Revolución Mundial y por un pepino!”
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Igual que lo anterior. Significaría un estándar previo que nunca me he exigido. La amistad es algo que surge espontáneamente, y funciona en medida que no te amilanes. Otra frase del Pike de William Holden en la película es mi mejor ejemplo: “Cuando tú te unes a un hombre, tú te mantienes a su lado. Si tú no puedes hacer eso, tú eres como un animal.” ¿Entienden? Lo dice mi Biblia —The Wild Bunch.
¿Es usted una persona sincera?
A veces exageradamente sincero. Se me va la mano con la sinceridad, según el consenso. Mi mujer, Niurka, dice que soy el tipo más políticamente incorrecto que ella ha conocido. No sé qué tiene eso que ver con la sinceridad, pero creo entenderla.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
La pregunta debe ser al revés. Bueno, es obvio que mi tiempo ocupado lo empleo en escribir. Pero es mínimo. ¿Quién dijo que un escritor si no tiene tiempo, qué es lo que tiene? García Márquez se me quejaba mucho del tiempo que, según él, yo desperdiciaba. Pero no se daba cuenta que vivíamos en situaciones diferentes. Después de mis primeros 15 años de ostracismo, exilio interior, represión y persecuciones por la publicación de Condenados de Condado, mi primer libro, decidí que la escritura iba a ser la ocupación de mi vejez. Pero había que llegar allí sano, y sin que me quedara una aventura amorosa sin tentar. Así que la ocupación, me dije, va a ser observar, escudriñar, ver, oír este fenómeno que me rodea, y, al unísono, querer y dejarme querer.
¿Qué le da más miedo?
A estas alturas de la vida, nada. Además de que yo creo haber agotado todas las instancias del miedo durante y en los años posteriores al proceso que llevó a la muerte a mis entrañables compañeros el general Ochoa y el coronel De la Guardia, dos héroes de la Revolución mandados a fusilar por el mismo Fidel. Después que llegué al exilio, el miedo surgía en los sueños, miedo a despertarme un día en mi casa de La Habana. Dicen que ese es un sueño común de los exiliados en los primeros tiempos de su destierro. Lo cierto es que amanecía empapado en sudor. Pero hace mucho tiempo de eso y no lo he vuelto a soñar. Hace unos seis o siete años, Ricardo Alarcón, que era el Presidente de la Asamblea Nacional, me invitó a Cuba. Vinieron dos o tres invitaciones como esa, nunca respondidas, por supuesto. Entonces cuando Obama preparaba su viaje alguien sugirió mi nombre en la delegación acompañante. “Interesante”, respondieron en la Casa Blanca. Por último, el año pasado, un ex congresista que viajó a Cuba, me trajo la propuesta de establecer la cátedra de literatura Norberto Fuentes (me imagino que en la Universidad de La Habana) y la habilitación de un apartamento y un coche para que yo me sintiera a mis anchas si regresaba. En todos los casos, el recuerdo de los terroríficos sueños y de verme encerrado en aquella isla, fueron argumentos más que persuasivos en contra del proyecto.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
Dice Truman Capote, el pesado fantasma que señorea sobre estas entrevistas “capotianas”, y ante esta misma pregunta (que se prodigó él mismo), que una vez conoció de un vecino que se acostaba con su madrastra. Bueno, me apresuro a declarar, para entrar en la competencia, no con Truman sino con el vecino, que yo me casé con dos hermanas (una primero y otra después, aclaro) y hubo una suegra de uno de mis matrimonios que regularmente, todavía hoy, me voy a la cama con el barrunto de que la dejé escapar. Mas, advierto, no siempre la elusión de tales affaires son un pesar que te espera en el futuro.
Mi hermano Luis, un severo físico nuclear, que estudió en Dubná, una ciudad secreta de la antigua URSS, me cuenta que suele ocurrirle un desliz en los encuentros científicos de alto nivel a los que asiste. “Imagínate”, me dice, “acabo de conocer a varias personas, físico-químicos igual que yo, pero colombianos, americanos, españoles. Hombres que no me interesan tanto y mujeres de buen ver, alguna bien sexy. Nos contamos de nuestras vidas. Todos fascinados con mi historia de físico nuclear cubano, miliciano de puntería con los AK-47, cortador de caña y participante en investigaciones desde el reactor ruso hasta el sincrotrón americano. Además presumo de buen humor y cierta capacidad de análisis. Yo me siento Rey del Mundo porque percibo un auditorio fascinado. De pronto, oh, pequeño desliz que desencadena la bola de nieve que me sepulta. La conversación menciona incidentalmente que tengo un hermano escritor, ahijado preferido de Fidel Castro, mujeriego, fiel a los condenados a muerte y analista político. Hasta ahí llegó el interés del público por el físico nuclear. Todas las mujeres brincan excitadas: ¿Que la sexta esposa era hermana de la cuarta? ¿Qué si Hemingway y García Márquez? ¿La autobiografía de quién? ¿Que del Premio Casa castigado para los cañaverales? ¿Y qué tiene la Niurka esa que lo domó? Ay, Luis, ya me aburrí de ti. ¡Preséntame a tu hermano!”
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Siempre quise ser escritor, igual que Hemingway declaró alguna vez en referencia a él mismo. Bueno, escritor como objetivo básico. Porque primero quise ser historietista. Me refiero a los tebeos. En Cuba le llamábamos muñequitos. De chamaco, me había fascinado Will Eisner con su serie del Spirit (todavía hoy está influyendo en mi escritura). Por eso terminé estudiando artes plásticas en San Alejandro. No con Rembrandt o Van Gogh en la cabeza, sino el gran Will Eisner. Me pasé dos cursos intentado hacer orejas y narices de barro y gastando carboncillos frente a una cartulina, y en tales empeños no logré gran cosa, para no aceptar que fracasé estrepitosamente. Claro, todavía no había entendido que mi vocación era la de contar. Por eso mi fanatismo por las historietas, que era el mismo del cine (también quise ser dueño de la Paramount). Desarrollar, a través de una secuencia de cuadros, una historia. Eso no se lograba nunca en el estatismo de una nariz de barro que uno tenía que estar horadándole los dos cabrones orificios con una espátula. Vamos, que lo mío eran las anécdotas, las aventuras. No, no hubiera podido ser otra cosa que un artista. ¿Piloto de combate? ¿Interrogador de la Seguridad del Estado? ¿Proxeneta? Cada uno de esos oficios tuvo su atractivo, no crean. Así que, si no hubiesen sido las letras o las artes plásticas (aplicada a los cómics), lo otro que mi espíritu iconoclasta y contradictorio me hubiese permitido ejercer hubiese sido integrante de una banda de rock.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
¡Já!
¿Sabe cocinar?
Hago unos batidos de leche con plátano a los cuales les embuto una barra completa de queso crema y espolvoreo con seis cucharadas soperas repletas de azúcar que son para descolocarte la vida. Yo les llamo el mata diabéticos. El revoltillo de coctel de frutas me queda muy bien.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Bueno, de alguna manera ya lo he hecho. Pueden servirse de las 1 600 páginas de los dos volúmenes de La autobiografía de Fidel Castro y convertirla en un folletín de 20 cuartillas cortas.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Esto llevaría de modo inevitable a una respuesta de tipo intelectual. Truman Capote (en la entrevista de Los perros ladran, que sirve de modelo a esta) dice que es la palabra amor. Y la señala también como la más peligrosa. Para mí, las palabras no tienen otro significado que el objeto que describen. Pero, con el propósito de intentar algo más elaborado, me quedo con la definición de Víctor Sklovsky, el padre de la escuela formalista rusa. Él mismo me dijo que, en literatura, la sangre era una metáfora. Apliquémoslo pues al amor y a cualquiera de las 195 439 acepciones del último diccionario de la RAE.
¿Y la más peligrosa?
Váyase a la respuesta anterior.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
¿Qué tú crees? Pero la pregunta, como procede de las mansas aguas de la mentalidad capotiana, se queda por debajo de la expectativa. La buena sería: ¿Alguna vez ha matado a alguien?
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Depende la época y donde me encuentre. Lezama Lima lo definió muy bien (y con mucha valentía, ya que se encontraba en Cuba). Decía que en la integración de lo histórico se daban “sus paradojas”, y lo que nos parecería muy revolucionario hoy, después se vería como una reacción. Perfecto, ¿verdad? Otro de mis maestros soviéticos resulta igual de admonitorio. Boris Pasternak pontificó (creo que lo puedo citar textualmente) que la gran devoción heroica a un punto de vista le resultaba muy ajena y que la consideraba una falta de humildad.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
El sultán del harem mencionado en una pregunta anterior.
¿Esta pregunta no reitera —así mismo— una anterior?
¿Cuáles son sus vicios principales?
¿Tú quieres que esta entrevista me cueste el divorcio, amén de una citación inmediata de la fiscalía del condado?
¿Y sus virtudes?
La lealtad. Soy de una lealtad absoluta y sin fisuras hacia mis amigos.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
¿Ahogando? ¿Ahogándome dices tú? Óigame si esa es la situación, no hay forma que yo vaya a tener ninguna imagen en la cabeza. ¿Tú has estado ahogándote alguna vez? Pues yo sí. Y qué te voy a contar… Si me dices una silla eléctrica o una inyección con anestesia previa en el sistema, bueno… quizá me dé por ver las famosas imágenes e incluso la prometida luz al final del túnel. Bien pensada las cosas, doy por sentado que estaría el recuerdo de las mujercitas que dejé escapar y sobre todo aquella suegra de la que perdí innúmeras oportunidades. Bueno, dale, rápido, que todavía te quedan unas volutas de aire para consumir. Pues pensaría que, coño, ¿por qué puñetera obstinación tienen que matar a un tipo tan leal, tan lindo, tan simpático como yo? La verdad que no los entiendo. Pero tampoco esperen que los perdone.
T. M.