lunes, 27 de abril de 2020

Polaroid


¡Silvio de nuevo! (A petición popular.)

Recuerdo que fue por la tarde y que yo acababa de regresar de mi primer viaje a los Estados Unidos en más de 22 años. En mayo de 1983, invitado por Sandra Levinson, había ido a Nueva York para dar unas conferencias sobre Hemingway. El viaje anterior, el de los 22 años antes, había sido a Miami a mediados de 1960, como acompañante de mi viejo en uno de sus negocios mafiosos o de publicidad. Esta tarde de la instantánea Polaroid, es evidente mi desembarco desde USA debido a esas gafas que parecen sostener, sobre el tabique de mi nariz, dos pantallas de televisores Motorola. Entonces me encuentro con Silvio, de carro a carro (se puede decir de Lada a Lada), en una calle de Miramar y lo invito a un café en la buhardilla que tengo con una mujercita y que estoy tratando de convertir en un apartamento. El entorno es aún deslavado, y donde la mujercita, diestra, resuelve la escasa capacidad de almacenamiento de ropa con una reserva de percheros que cuelga de cualquier pestillo o clavo. Pero una poderosa video grabadora Sony —fuera del encuadre de la Polaroid— está frente a las rodillas del cantautor, y hay una estiba de videos de formato Betamax (los de moda entonces) con cuanto concierto o películas de Elvis se hayan producido, inevitables dentro de mi equipaje al regreso del imperio después de tantos años de ausencia. Y tengo la poca delicadeza de someter a Silvio al suplicio de no sé qué cantidad de tiempo obligado a compartir mi fascinación por el King. Él aguantó a pie firme, la verdad. Silvio había sido el dibujante de El Hueco, una de las historietas del suplemento semanal de Mella, total creación mía —como ya he declarado varias veces en los últimos tiempos—, al que contribuía además con los guiones. Silvio dibujaba y a la vez aprendía a tocar la guitarra bajo el magisterio de Fundora, uno de los coloristas, y cantaba un rock titulado “Los Fantasmas” y todo ocurría en la única estancia con aire acondicionado de la publicación que era el departamento de diseño. Entonces, no sé cómo (o cómo Silvio se las arregló para sustraerme de la hipnotización de Elvis), la atención se desvió hacia la nueva modalidad de vida que los artistas cubanos estábamos disfrutando desde principios de los 80, que era poder viajar, cada vez con más frecuencia, al extranjero.

Y, como por gravedad, caemos en el asunto de los derechos de autor, es decir, en el de los billetes que se supone devengaríamos por nuestras obras pero que el Ministerio de Cultura se embolsaba sin miramientos si de divisas extranjeras se trataba y que a nosotros nos devolvían —¡vaya correspondencia!— en lo que llamábamos chavitos —pesos cubanos (ni siquiera CUC, que en esa época no existían, desgraciada generación la nuestra). Silvio, casi como en un lamento, me pregunta, ¿por qué no nos dejan manejar y disponer de nuestro dinero? Avispado el cantautor, la verdad, o al menos así yo lo vi aquella tarde. Empecemos ahora por despotricar —es una acción en diferido, en realidad— de nuestro principal verdugo económico, un personaje llamado Miguel Cossío Woodward, el funcionario a cargo del malévolo CENDA (Centro Nacional de Derechos de Autor) encargado de cobrar nuestras divisas y sabe dios cuánto se echaba en sus bolsillos durante las transacciones. A mí, por lo menos, me esfumó una porción del adelanto de Hemingway en Cuba en un viaje que hizo a las Bahamas creo para cobrarlo de manos de Lyle Stuart, el editor gringo. Me apresuro en declarar que no estoy hablando de un funcionario comunista que vive en Cuba y al cual hay que aplicarle —o es elegible para— los tortoles de todas esas leyes que tienen los americanos para este tipo de personajes de la nomenclatura castrista. Hace mucho que abandonó su puesto de agregado cultural de la embajada cubana en México y es un oscuro profesor no se si de literatura o de gramática española en un colegio privado de poca monta. Bueno, qué decirles. Que al final Silvio ganó esa bronca. Y es quizá hoy, según se dice, millonario. Y pienso que si hay un millonario cubano que se merece retozar sobre su montaña de monedas de oro como Rico MacPato es nuestro Silvio. (Era uno de nuestros personajes favoritos de cuando hacíamos las historietas de Mella. Ese Rico MacPato no creía en acumulación originaria ni un carajo. Lo de él era encaramarse allá arriba, en el último nivel de un rascacielos que era una especie de caja fuerte colosal repleta casi hasta el techo de monedas de oro y zambullirse en su fortuna.) Así es como me gusta imaginarme a nuestro emblemático músico. En la gozadera. Chapaleteando entre sus doblones.