martes, 20 de abril de 2021

Lejos de África, avatares
de la Dra. Fuentes

Acaba de graduarse como médico. Supuestamente se quemó las pestañas en la Universidad de Michigan. Yo me pregunto, qué hace una hija mía estudiando en Michigan. ¡Y Medicina! ¿Y estudió? ¿De verdad? Oigan, por poco hay que llevarla a punta de bayoneta al primer día de clases en la primaria. Ahí suministro un par de fotos de sus días de estreno en una escuelita pública del condado de Broward. Desconsolada, entró a clases. Siempre un alma solidaria le pasó el brazo por encima de los hombros y la animó a seguir adelante. Un alma solidaria de su mismo tamaño y peso, es decir, otra mocosa. Tranquila, muchacha, si esto no es el camino al cadalso. Apóyate en mí. Avanza. Después le colgaron al cuello un cartel con su nombre. PATRICIA.


Inteligente que son los yanquis. De ahí a emplear con soltura las tarjetas de negocio no va nada. Entonces pasaron los años, uno tras el otro, y un día me entero que estaba en Macchu Picchu dedicada a no sé qué aventura a lo Indiana Jones y más adelante que había ingresado en los Cuerpos de Paz y se hallaba al frente de una comunidad agrícola en un país llamado Suazilandia, donde estuvo tres años y donde cimentó los créditos y el prestigio necesario para postular a una escuela de medicina. El problema de Suazilandia era la costumbre de susodicha nación de —todos los años— hacer desfilar a cuanta jovencita casamentera hubiese y certificada como virgen con sus senos desnudos frente a un muchachón regordete y divertido que es el rey y que este día, mientras se relame en su trono y ante tantas téticas brincando, escogerá las concubinas que entibiarán su lecho en el nuevo año de actividad de la corte. Problema para mí, digo, porque ya a esas alturas yo sabía de su capacidad para hacer la transición de una aterrorizada mocosa ante su primer ingreso en un aula a la posibilidad —muy cierta de ocurrir— de ir delante de la procesión de las vírgenes suazilandesas. Y con la misma sonrisa y satisfacción que le han visto en la foto de allá arriba. Y ahora yo hubiese sido, al menos por un año, suegro del rey de Suazilandia. Pero no. Se dedicó con ahínco al trabajo social de su comunidad y a criar un cachorro de tigre que los sabios tribales le dieron como premio por el éxito de su siembra de viandas para el autoconsumo de la aldea. El tigre tuvo que dejarlo al cuidado de los sabios cuando llegó la hora del regreso.

No lloró mucho aquella tarde del adiós, porque ha resultado durita. Aunque ha prometido regresar. Y todas las universidades americanas la aceptaron. La razón de que escogiera Michigan, es un enigma para mí. Antes, sin embargo, en los seis meses que le quedaban libres tuvo la ocurrencia de ganarse un dinerito trabajando de buhita en uno de los establecimientos de la cadena Hooters, creo que uno radicado New Jersey, donde no solo expendía cerveza a granel y alitas de pollo empanizadas, sino que embelesaba una audiencia de clientes y personal de la casa con sus historias de los misterios de África. ¡Una hija mía buhita! ¡En Hooters! ¡En New Jersey! Y lo que me queda: se va para Texas a hacer la especialidad de anestesiología. ¡Mi hija! ¡Anestesióloga! ¡En Texas!