sábado, 16 de septiembre de 2023

El último renegado


El recorte de Granma es del 15 de septiembre de 1973. En el extremo izquierdo, con jeans claros y las manos agarradas a la espalda, está el entonces capitán Patricio de la Guardia; detrás, Claudio Menéndez, a quien llaman «Honduras»; le siguen por la izquierda, en la primera fila, Lisandro Otero, Juan Carretero, el embajador Mario García Incháustegui, el brazo derecho en cabestrillo; Ulises Estrada y Luis Fernández Oña. Con excepción de Lisandro, que no se hallaba en Chile, los demás acaban de aterrizar en La Habana.

Pocos días antes, Fidel había tomado «las medidas necesarias» respecto a la situación chilena. Se reúne con dos de sus hombres antes de salir para Argel a participar en la IV Cumbre de los Países No Alineados, y de allí seguir un largo periplo que concluirá en Vietnam. Noche del 27 de agosto de 1973. La conversación con Patricio de la Guardia y el también capitán Enrique Montero, ocurre en la casa del comandante Manuel Piñeiro «Barbarroja». Los dos oficiales del MinInt también a punto de abordar un avión, pero en dirección a Chile. Patricio es el más alto cargo de los servicios especiales cubanos en Santiago, y Montero uno de sus segundos. Fidel ha mandado a detener el Ilyushin Il-62 que Patricio y Montero deben abordar —hasta eso de las 9 PM, en que terminó su conversación.

«Voy a decir mis últimas palabras sobre Chile», había comenzado.

Tenía perfectamente articuladas sus ideas sobre Chile y lo que debía ser la actuación: de los cubanos.

1. Allende iba a ser derrocado.
2. Allende había hecho demasiadas concesiones.
3. Los cubanos tenían que salir de allí de la manera más digna posible.
4. Los cubanos no podían involucrarse en ninguna clase de lucha callejera contra el Ejército si las masas no se lanzaban al combate.
5. No comprometerse en ninguna ayuda con Allende si el pueblo no está en la calle.
6. Toda ayuda a Allende tiene que ser antes de un golpe de Estado y no después.
7. No apoyar a ningún grupo paralelo. Solo al gobierno central (Allende).
8. La misión de los cubanos es defender nuestra embajada.
9. Activar desde ahora los dispositivos de la Operación Quang Try.

«La caída de Allende me va a sorprender en el viaje», dijo Fidel. «Aquello está perdido. Salvador ha caído en muchas concesiones. Las concesiones nada más que se siembran con concesiones. Para salir de las concesiones hay que hacer otras concesiones. Es igual que las mentiras. Dices una mentira y para taparla hay que decir otra. Déjenme advertirles lo siguiente: Los cubanos tienen que salir de allí con la cabeza en alto. Allí nada más se combate y se sale a la calle si hay pueblo en la calle. Salir a la calle a matar pueblo no se puede. ¿Me están oyendo? Les digo más, si Salvador pide ayuda, hay que constatar primero que haya pueblo en la calle, manifestándose a su favor. Tampoco se puede estar apoyando al MIR [Movimiento de Izquierda Revolucionaria] ni a nadie, a ninguna otra agrupación colateral. Hay que darle todo el apoyo a Salvador. Pero es un apoyo anterior, no para brindárselo con posterioridad. Repito. Si hay un golpe, tienen que esperar por una revuelta del pueblo. La posición de ustedes, en todo caso, es defender la embajada, igual que los vietnamitas defendieron el bastión de Quang Try, la aldea irreducible de Vietnam. Recuérdense que yo bauticé así esta operación al inicio. Recuérdense que les dije, cuando estábamos reunidos allí, en Tropas, seleccionando el personal que íbamos a mandar a Chile. “Esto va a ser como Quang Try.”»

Y así, en efecto, se le puso de nombre: Operación Quang Try.

Circa 9 de septiembre de 1973. Patricio se reúne con Allende en su residencia de Tomás Moro. Ofrece por última vez cualquier ayuda que necesite del personal cubano bajo su mando. El tozudo presidente chileno la rechaza. Agradece el gesto de los hermanos cubanos, pero no puede aceptarlo.

11 de septiembre de 1973. Patricio vuelve a reunirse con Allende, ahora en el Palacio de La Moneda. Lo acompaña Antonio Tenjido, otro veterano de los tiempos de las Tropas Especiales. Allende, en tono enérgico, les dice que no quiere cubanos allí. «Vamos», es lo último que Patricio le oye decir al presidente. «Vamos, que los van a matar. Fuera.»

Fidel está en Nueva Delhi, donde ha aterrizado luego de una breve estancia en Bagdad. Indira Gandhi le ofrece una cena en el hotel Ashoka. Tras los discursos de rigor, una degustación de platos típicos y el disfrute de varios grupos folclóricos, aproximadamente a las 9.05 entra al salón el jefe del sector de prensa y propaganda del Partido cubano, Orlando Fundora, que susurra al oído de Fidel que se ha iniciado (9 AM de Chile) el golpe de Estado contra Allende. Dijo, exactamente: «Acaba de ser derrocado Allende en Chile.»

Fidel apresura los rituales de la despedida con Indira y decide partir hacia Vietnam a la mayor brevedad. Se hallan, según sus propias palabras, ante «un escenario nuevo». De ahí la necesidad de tomar medidas excepcionales: reducir en días el viaje a Vietnam, eliminar el recorrido ulterior y cambiar la ruta de regreso a Cuba.

11 al 13 de septiembre de 1973. Harald Edelstam, el embajador sueco en Santiago negocia la evacuación de los cubanos y convenia que el mismo ejército chileno aliste la caravana de cuatro ómnibus dentro de los cuales alojan al personal cubano y los conducen hasta el aeropuerto, un embajador occidental (también agenciados por Edelstam) a bordo de cada ómnibus a modo de protección diplomática. Para cualquier eventualidad que se presente en el camino y que no logren contener el escudo humano montado por el sueco, los cubanos han embutido suficientes Kalashnikov en una docena de las intocables valijas diplomáticas. Patricio va en el primer ómnibus y con su mirada de águila va registrando cada rescoldo del camino, presto a dar la orden de combate. El cierre de la caravana está compuesto por un Mercedez con placa de la embajada cubana y un camión del ejército chileno, atiborrado de soldados. Es el Mercedez de Juan Carretero, uno de los cuadros decisivos de la inteligencia cubana en América Latina y que ha convertido a Chile en trampolín de sus operaciones subversivas. Conduce él mismo. A su derecha, el capitán Enrique Montero. Detrás va un guardia chileno, armado hasta los dientes, y un coronel llamado Uro Domic (¿o Dominiq?) Al llegar al aeropuerto, antes de apearse, Carretero extrae las llaves del encendedor y se las entrega al coronel. «Te lo regalo», le dice. «Los papeles están en la guantera. Déjame firmártelos.»

El Ilyushin Il-62 de Aeroflot hizo escala en Lima. El 14 estaban en La Habana. Una foto recorre las primeras planas de todos los periódicos del mundo: el embajador Mario García Incháustegui con el brazo en cabestrillo, quebrado por un balazo de los militares chilenos la mañana del golpe de Estado (ya habían liquidado la resistencia en La Moneda y convinieron seguir la fiesta con un asalto a la embajada cubana cuando el fuego cerrado de sus defensores los devolvió a la realidad y recularon; algunas bajas desperdigadas en las calles aledañas a la legación y convulsionando por el ametrallamiento de los Kalashnikov). El mismo empaque diplomático, o quizá aún más severo, por las gruesas gafas de pasta, y ahora siendo el héroe de terno oscuro, cuello y corbata que descendió por la escalerilla al frente de su hosca centuria de descamisados que dejaron en Chile un reguero de mujeres enamoradas y un pasadizo secreto en el sótano de la embajada repleto de Kalashnikov y lanza cohetes antitanques RPG-7, más un quirófano de campaña.

Un custodio fortuito para el arsenal. Obligado por las circunstancias, el chileno Max Marambio, exjefe del Grupo de Amigos del Presidente —la escolta paramilitar de Allende— y muy vinculado a Cuba— se ha refugiado en la sede apenas escuchada de la noticia de la asonada y debe quedarse a solas en el recinto. Las circunstancias son que lo golpistas no lo admiten entre los evacuados. Antes de partir hacia el aeropuerto, sus compañeros cubanos se vacían los bolsillos de todo el dinero que trae cada uno encima y hacen una colecta, con sombrero y todo, para que «vaya tirando». Patricio, que ha dirigido con éxito la defensa de la embajada, tiene el gesto, siempre simbólico entre los combatientes revolucionarios, de entregarle su pistola. Una espléndida Browning High Power de 9 milímetros. Entre los abrazos de despedida, otra vez resurge Edelstam en su papel de Ángel de la Guardia. Se compromete a mantener a Marambio bajo su protección —«siempre y cuando no se salga de los predios cubanos», advierten los chilenos— y cubrir sus necesidades básicas. Diez meses más tarde, logrará el preciado salvoconducto y sacar a Marambio hacia Estocolmo. Supuestamente en ese tiempo y con la colaboración de un fantasmagórico movimiento clandestino, todo el armamento es extraído del lugar y puesto a salvo en las mejores manos. Mas el camino final que Marambio le reservó a la Browning de Patricio es un enigma.

Regresemos en un lento paneo hacia la izquierda de la imagen. Un extraño desprecio en el rostro de Patricio de la Guardia es perceptible aún en la borrosa fotocopia. La tensión no abandona a Patricio. Hay como una mirada llena de dudas mientras repasa con su mirada por encima de todos los presentes. Desconozco si Patricio recuerda esta foto. Si es capaz de volver en su memoria a ese momento. Pero habría que preguntarle qué significado tiene para él después del fusilamiento de su hermano gemelo, de su condenen a 30 años de prisión —y de que tuviera que cumplirlo hasta el último día— y el permanente acoso de los servicios de seguridad, que todavía no le pierden ni pie ni pisada. (Innecesario detenernos aquí en los pormenores de la célebre Causa # 1 de 1989.)

Bueno, ese fue el hombre que el pasado domingo 10 de septiembre fue visitado por una comisión de altos oficiales del Ministerio del Interior que solicitaban su asistencia a los actos que organizaba el Ministerio por el 50º aniversario del golpe de Estado que derrocó a Salvador Allende. Me imagino que se consideraban a sí mismos magnánimos y de mucho tacto político al tratarlo de general. Se trataba de invitarlo a esa conmemoración y querían hacerle ver que su presencia le daría «lustre» a «la actividad». «¿Qué?» Tengo entendido que Patricio lo preguntó varias veces. Como si las interrogantes fueran cortadas a navaja. «¿Qué?» El desprecio de vuelta a su rostro. Visceral. Sanguíneo. «¿Qué dicen ustedes?»