En uno de sus mensajes alambicados y vacíos de todo significado, el presidente Díaz-Canel informó que el general Rafael Moracén Limonta había fallecido el pasado viernes 25 de marzo. El titular de Granma: «Díaz-Canel: El valor y la ética de los internacionalistas cubanos crecieron junto con la leyenda del bravo Quitafusil.» ¿Entendieron algo? Nada. No se entiende nada.
Una historia tan jugosa y en lo que la convierten. Pues déjenme decirles que muchos años antes de alcanzar los grados de general, Moracén ya era reconocido por el nombre de Quitafusil. Era uno de los negros cubanos movilizados con el MPLA. Era alto, de verdad que negro pero de mediana intensidad, y su especialidad, aseguraban, era arrebatarle las armas al enemigo. Fue el único combatiente del MPLA que le quitó el arma a un portugués durante toda la guerra de liberación. Fue en medio de una refriega con una patrulla colonialista que él mismo recordaba como «un intercambio muy jodido de plomazos», que duró pocos minutos y del que el enemigo se retiró apresuradamente con varias bajas y un desconcertado portugués al que había sido despojado de su fusil alemán G-3 en pleno combate. Lo hacía de un manotazo. Se valía de la noche y de lo que él mismo llamaba su camuflaje natural. Mientras no se riera y enseñara sus dientes, el botín estaba garantizado. No había Dios que lo detectara mientras se arrastraba hacia el parapeto enemigo.
Ya había arrebatado tres fusiles durante la lucha contra Batista en la Sierra Maestra y ya desde entonces lo llamaban Quitafusil.
Probablemente sea una de las únicas dos leyendas auténticas —junto a la de El Caballo de Mayaguara en el Escambray— surgidas de manera espontánea dentro de las filas de los combatientes de la Revolución Cubana. Su único motivo de queja —su «berro»— cuando cogieron el fusil para exhibirlo. «No entendía», según el capitán Jorge Risquet, «porque su concepción guerrillera traída de la Sierra Maestra no era compatible con un fusil empleado para exhibir en vez de para combatir. Aunque en esa época ya estábamos estabilizando el suministro de armas para los angolanos.»
El fusil se convirtió en un símbolo, una verdadera reliquia, por lo que Moracén tuvo que entregarlo a los grupos políticos de la organización que lo exhibían en los destacamentos guerrilleros. Quitafusil, desde luego, se molestó, «se berrió» como ya hemos dicho. «¿Un hierro para mostrarlo a tus compañeros y no para echar balas?»
Y mientras eso ocurría con su G-3 por un lado, Moracén se internaba en la selva por otro. De sus andanzas con el MPLA quedan unos binoculares en el Museo de la Revolución de Luanda donde una leyenda bajo el cristal informa escuetamente que fue un regalo de un combatiente internacionalista cubano al presidente Neto. No cuenta el hierro que sumó al incipiente arsenal del MPLA.
En la foto, desde la izquierda: Carlos Aldana, entonces jefe de despacho de Raúl Castro en el Comité Central, este autor y Moracén. Yo llevo casi dos años vivaqueando en Angola. Moracén, entre una cosa y otra, desde 1975. Estamos en junio de 1982 y salimos de la casa de visita adjunta a la mítica Casa Número Uno de Luanda, que es la residencia del jefe de la Misión Militar cubana. Aldana ha viajado desde La Habana por unos días en compañía del general Arnaldo Ochoa. Asuntos de Gobierno. Tiene una reunión con Moracén que está a cargo de la seguridad del presidente angolano José Eduardo Dos Santos y me invita al cónclave.
(Foto y contacto: © 1982, 2022 by Ernesto Fernández. Prohibida totalmente la reproducción.)