miércoles, 20 de marzo de 2024

El fin del mundo


Como me decía Eliseo Diego en su lento, cuidadoso hablar: «Ya nadie lee a Malraux.» Yo siempre asocio ese recuerdo a otro del mismo Eliseo, cuando me describía la angustia que lo atrapaba al mirarse en un espejo y descubrir las huellas de su edad. «El hombre que yo veo ahí no tiene nada que ver con el joven que yo soy. Les digo algo: Tú envejeces solo en la piel.» Y en el caminar, le pude haber dicho, pero me abstuve. Y en esas opiniones sobre cualquier cosa que emitía como si cruzaras un campo minado. Y también me pasé con ficha. Eran unas mini tertulias que teníamos a cada rato en el apartamento del edificio de prefabricado otorgado por la agencia Prensa Latina al poeta Raúl Rivero a principios de los 80, apenas regresado de su quinquenio como corresponsal en la Unión Soviética. Los dos poetas despachaban hasta el fondo cualquier botella de ron o aguardiente que hubiesen conseguido mientras yo los contemplaba desde mi refugio de café frío y cigarros.

Eliseo estaría entonces en sus 60, y Raúl y yo pegados a los 40. Aquellos 20 años de diferencia eran un abismo que nosotros intentábamos vadear a base de preguntas sobre ese territorio en el que él ya habitaba. Qué cosa más curiosa. No queríamos saber cómo habían sido las cosas en el pasado. Sino cómo eran en ese futuro en el que creíamos verle flotando. Estaba frente a nosotros, en una sala de las ásperas paredes de los edificios construidos en los anillos exteriores de La Habana por brigadas de voluntarios, sentado en una poltrona con forro de estampados, bebiendo ron sin descanso, y uno escuchándolo como si él nos trasmitiera de una nave en los confines del cosmos. Entonces, inevitable, pero también admonitorio, y como en un ritual de venganza contra todos los que le sobrevivirían, nos recordaba sus versos de última factura en «Testamento», el aterrador poema: «… no poseyendo más / entre cielo y tierra que / mi memoria, que este tiempo; / decido hacer mi testamento. / Es este: / les dejo / el tiempo, todo el tiempo.» Sí, desde luego que estaba trasmitiendo desde los confines del universo, y de seguro desde esa zona donde supuestamente el tiempo y el espacio se unen. Raúl, el Gordo Ruli, tragaba en seco, y yo escapaba con una imprecación: «¡Cojones, Eliseo!» Acto seguido, como programado, le tocaba el turno al francés. Era el momento, reiteradamente, en que Eliseo lo sentaba entre nosotros. Quién diablos le iba a decir a André Malraux que él se iba a posesionar de una minúscula sala de un edificio de microbrigada donde oficiaban tres cubanos, una botella de aguardiente Coronilla o con suerte una de Flor de Caña nicaragüense (¡gloria eterna al Frente Sandinista de Liberación Nacional!) y una cajetilla a medio consumir de cigarrillos Populares o con suerte una de Montecristo de exportación, ventilado el estrecho ambiente gracias a las puertas abiertas al balcón a la calle de aquel primer piso y con la colaboración de un infatigable ventilador Orbita-5 de aspas plásticas adquirido por Raúl en un almacén de la Avenida Kalinin de Moscú. Y allí, en medio, André Malraux y su vehemente ambición de dejar una cicatriz sobre la faz de la Tierra invocado por la nobleza patriarcal de Eliseo Diego y el asentimiento de sus dos atentos discípulos. «Ya nadie lee a Malraux», insistía. Y el rencor subyacente en su entrega del tiempo en el terrorífico poema, se convertía en lamento, aunque la naturaleza de su origen fuese la misma.

Eliseo nos pontificaba sobre una era que se extinguía con celeridad. Una en la que ya no habría grandes escritores. Escritores verdaderos, quiero decir, recónditos, viscerales, que asaltaban la inmortalidad gracias a una novela y a veces hasta con un poemario. Vamos, que ninguno de ustedes sabe lo que es eso. ¿Se imaginan lo que es ser William Faulkner? Y luego ufanarte de que serás recordado por los siglos de los siglos gracias a lo que has producido sobre la panza metálica de una carretilla virada al revés y con tu solo equipamiento de papel, lápiz, tabaco y el contenido de una caneca de bourbon. O declarar que dudas si ir o no a buscar el premio Nobel en Estocolmo porque tienes una vaca a punto de parir en el establo.

El último de los nuestros que parece haber logrado esa posición de deslumbre y privilegio fue Gabriel García Márquez, pero con un pecado a rastras del que nunca logra desprenderse, uno capital: que suele ser tan buen escritor como comerciante. Se bandea muy bien entre los dos oficios, realmente, aunque en el material surjan a primera vista los indicios de contaminación. Ni qué decir de esa oleada impuesta por el mass market de los gringos, donde los autores se las tienen que arreglar con editores que solo entienden de vender libros by the pound, libros por libras, como dicen en las tiendas de comida ya preparada para llevar. Igual que los españoles de la misma hornada, millonarios, coletas cortadas y jeans, o lo que ellos llaman vaqueros. Tengo fresco el reclamo de un editor español que me pedía que escribiera como uno de mis compatriotas literatos, Leonardo Padura, para el que no valía mi argumento de, pero, coño, ¿tú quieres que yo imite a un imitador mío? Nada. No entienden nada. Sobre todo, no entra en sus cabecitas que, para un escritor auténtico, la escritura de una novela es una empresa igual en sus ambiciones y en el costo paralelo de desgaste emocional y físico al de Miguel Ángel cuando le encargaron llenar el techo vacío de la Capilla Sixtina. «¿Cuál es el problema, amigo?», decía mi editor. «Lo que te estoy pidiendo es una novela. Tres meses de trabajo y ya.»

La realidad indica que la promoción de los escritores agregados al lamento de Eliseo sigue siendo un coto muy cerrado, no importa que estén condenados a no ser leídos, amén de que, con su probable extinción, desaparezca con ellos el amoroso recelo de los grandes editores como Maxwell Perkins. Tienes que estar ungido. O ser un orate. Un obstinado. En mi generación de cubanos yo solo conocí a dos criaturas de esta especie: Guillermo Rosales y Reinaldo Arenas. Y los dos se suicidaron. Y no por lo que informaron los obituarios y los corrillos, que si Guillermo se había volado los sesos de un pistoletazo porque no le concedieron una beca de la Guggenheim y que si Reinaldo le pidió a un mariconcito de su cófrade que lo ahogara con una bolsa de plástico porque tenía sida hasta en las uñas y ya no llamaba la atención en los baños públicos. No. Los conocí muy bien. En su búsqueda del absoluto, encontraron el fracaso. Su historia verdadera es que les faltó la histamina para la última milla.

En esta exploración mía sobre el mundo en el cual nací (llegué a tiempo para sus últimas batallas) y donde me hice escritor, falta el amigo que permanece en tierra y aguanta el cometa por la punta del hilo: el lector. Amigo desconocido y anónimo perteneciente a un ejército que, según las noticias, cada día cuenta con más bajas. Uno de ellos, el que determina el valor del presente volumen y de lo que tratan los textos de La extraña felicidad es su propio autor, Ismael Carvallo. Un libro sobre libros, uno para los exiguos lectores, aunque los que quedan parecen mostrar la misma resistencia de los Malraux de Eliseo. En fin, a los desertores, dejémosles lo que se merecen. Dejémosles el tiempo. Todo el tiempo.