jueves, 14 de marzo de 2024

El gusto de equivocarse


Los amigos no se esconden ni se pasan con ficha, tampoco se convierten en forros (sigo hablando de dominó). Yo, por ejemplo, le tengo un profundo cariño a Norberto Fuentes. Pueden decirme lo que quieran, menos cuestionar el respeto que siento por él y por su obra.

La lectura en mi adolescencia de un libro suyo, Condenados de Condado (1968), fue decisiva para que yo intentara escribir. Eso se agradece de por vida. Tirando de ese hilo llegué a sus reportajes periodísticos (de los mejores escritos en la Cuba de los 60) y a Hemingway en Cuba (1984), obra monumental e irremplazable.

Conozco a muy pocos cubanos que escriban tan bien como Norberto. Pero aun si fuera mal escritor, defendiera mi derecho a ser su amigo y a admirarlo. Antonio José Ponte también es uno de los cubanos que más quiero y admiro. Es tan buen escritor como Norberto. Los dos se saben queridos por mí y tienen conocimiento de mi cariño por el otro.

Estoy convencido de que la base de todo no es el limón sino la honestidad. Nunca le he ocultado Norberto a Ponte ni Ponte a Norberto. Todo esto no es más que un ejemplo. No hay necesidad de mentir para querer lograr algo, basta con ser transparente.

La inmensa mayoría de las cosas que nos han ocultado a los cubanos, no se han logrado. En eso Martí se equivocó, como nos hemos equivocado todos sin necesidad de ser apóstoles.


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En la foto, Camilo Venegas con su mujer Diana (que él, curiosamente, llama «mi pareja») en mi casa la noche del 3 de febrero hasta la madrugada del 4 mientras ignoraban los zumbidos de sus celulares emitidos no se de qué otra parte de la Florida donde, creo, habían dejado encerrada en un closet a una tía y que, a Camilo, finalmente un elitista, le pareció inoportuno incluir en la comitiva matrimonial que visitaban al augusto autor cubano, que es el que queda a la derecha de la imagen, la que ha sido captada con otro celular por la que vendría a ser «mi pareja»: la doctora Niurka. Acabamos de llegar de un restaurante que nosotros llamamos «Los Tarros», uno de los establecimientos de la cadena de Longhorn, donde adiestré al discípulo Camilo en el jamado de unos sólidos chuletones de ternera adelantados por bullentes sopas de cebolla y echados a rodar hacia el fondo del estómago con sendas pintas del glorioso laguer bostoniano de Samuel Adams escanciados desde las espitas. Las damas, no. No se cual de ellas imitó a la otra, pero se fueron ambas por unas suaves y —aseguraron ellas— muy saludables ensaladas de las hierbas habituales de la ocasión, lechuga, tomate, berro, brócoli, amén de aderezadas con blue cheese y nueces y uvas y hollejos de mandarina y trocitos de manzana. Vaya, una especie de cóctel de frutas sobre gajos picoteados. En fin, que Camilito y yo nos hartamos de carne y del espeso caldo de cebollas y el espumeante laguer bostoniano hasta el cuello (el cuello, pero por dentro). Tanto, que cuando llegamos a mi casa, para el café y las descargas finales de la noche, a mí me había crecido la panza de tal manera que solo puede ser descrita con el lugar común de que parecía un tambor. Días después, cuando recibo de Santo Domingo —donde residen los visitantes— las dos fotos de la velada, en una de ellas el panzón se revela yo diría que de forma obscena. La otra foto es más bonita y estamos los tres sonrientes y felices. Mi advertencia a Camilo, de que si publicaba la foto de la panza iba a matarlo, fue desobedecida de manera rampante. Y a la hora publicar en su blog El Fogonero —bajo el título de «Martí se equivocó»— el gracioso texto que encabeza esta nota y que yo reproduzco en su integridad no tuvo reparos en emplear la imagen prohibida como ilustración. Y ahora yo me veo en esta situación de reservar pasaje en American y en la disyuntiva de decidirme por la Glock o por el machete Gurkha con hoja de 20 pulgadas. Aunque no está mala la idea de encerrarlo en el closet con la tía, si aún la infeliz se encuentra allí, aunque despojado de su celular.