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La cena ha terminado en Finca Vigía. Hemingway se retira a su poltrona. Lleva una copa con el vino que sobró en la mesa y un libro, un dedo entre las páginas a modo de marcador. Pero ha tenido su día. Hemingway escribiendo la historia de amor de Renata y el coronel Cantwell o el relato desesperado de Thomas Hudson, o el de Santiago, el viejo de Cojímar. Su jornada ha sido intensa en la mañana, moviéndose a veces como un boxeador, recargando un pie, después el otro, bañado en sudor mientras escribe las palabras en una cuartilla que está sujeta sobre una tablilla. Sus tres hijos quizá están de visita, o solo alguno de ellos, y Ernest Hemingway, con un extraño, confuso sentimiento escribirá una historia en la que un hombre llamado Thomas Hudson debe arrostrar toda la soledad del mundo después de enfrentarse a una pequeña hoja de papel: un telegrama con la noticia de que sus dos hijos menores han muerto en un accidente automovilístico en una carretera francesa (meses después, el mayor de ellos, el piloto, va a caer en suelo francés, derribado por el fuego antiaéreo alemán). «Jugaremos nuestras cartas para salir adelante lo mejor que podamos», es lo que Thomas Hudson dice entonces. Tuvo a Robert Jordan en una colina, cumplida la misión de volar un puente, y al teniente Berrendo que se aproximaba mientras Jordan lo encentraba en la mirilla de su fusil automático; ahora tiene a Santiago en su bote, cercado por los tiburones, pero luchando por su pez, mientras comprende que la posibilidad de la destrucción existe, pero no la de la derrota; o brega con el coronel Cantwell, enamorado de una muchacha, abatido el corazón, pero intentando lograr algo, y buscar más allá del río y de los árboles. Tal vez Adriana Ivancich visita Finca Vigía, y él, queriendo halagarla, le buscará un nombre, Renata, para el alter ego de su heroína. Acaso alguno de los viejos amigos ha enviado una carta o está presente y él necesita escribir sobre la fraternidad de unos tipos en apariencia rudos y decididos que se enfrentan a la astucia de la dotación de un submarino alemán. El ámbito de una leyenda. Esta casa es el ámbito de una leyenda. El más inculto de los compinches lo entendió así. Gregorio Fuentes, el patrón de su yate Pilar, le dijo que si él (Hemingway) moría primero, iba a ordenar una estatua «más grande y verdadera que la del Floridita», la barra favorita del escritor en La Habana, para colocarla en la proa del yate, y que el yate lo vararía en la finca, el escritor le hizo jurar que cumpliría su promesa. Hemingway y la añoranza por el futuro inaccesible. Aunque por lo pronto, en el sopor cotidiano de una noche en las colinas del sudeste habanero, deba someterse al reposo de una lectura y un sorbo de vino.
La Tercera, Santiago de Chile, martes 18 de noviembre de 2008. El texto fue editado por la redacción de La Tercera desde “[…] pero no la de la derrota” hasta el final. Esta es la crónica que concluye la serie de Hemingway. Nos quedamos, pues, tras la transparencia de los humos de lento ascenso de esa espléndida fuma en pipa marinera del viejo Gregorio. Ladea la pipa y hunde la lumbre en el cazo para protegerla del viento. Y desde luego que, para completar, nos faltaría un ron. Un buen escopetazo. Ah, carajo.